viernes, 16 de abril de 2010

Mi abuela era cyberpunk

¿Novela en Twitter?
¿Cine para Youtube?

¿Qué es lo que evaluamos cuando nos encontramos con una experiencia como la de Serial Chicken? ¿El estado de la novela o las posibilidades de Twitter? ¿O ambas?

¿Para cuando un movimiento de cineastas que sólo filmen para Youtube? ¿No existe ya? No de programas o seriales, sino de largometrajes.

Exactamente al revés de Benjamin y sus glosadores, el momento que más me atrae de un medio es cuando, inmediatamente después de su irrupción masiva, todo parece desajustado, cuando el fantasma de los formatos pasados descalifica y exige lo que éste no está interesado en proveer. Benjamin, como el divino Luchino Visconti, sabía que la decadencia es elegante cuando se formatea en aristocracia.
La desconfianza y torpeza frente a la tecnología pasa socialmente para muchos como signo de aristocracia cultural.

¿No deberíamos plantearnos por enésima vez qué es lo experimental? ¿Qué papel juega? En realidad la pregunta que más me ronda es otra ¿de qué modo envejece lo experimental?
¿No hay algo conmovedor en un vanguardista entrado en años?
¿Y si complejizáramos una vez más las relaciones no siempre fáciles entre experimentación y vanguardia?
Más aún cuando convenimos en reconocer a las vanguardias (y lo vanguardístico) como un capítulo ¿momentánea, definitivamente? clausurado.

Vivimos de historias y de mitos (por suerte). ¿No seguimos denominando experimental al desacople que se produce entre nuestro modo de percibir (lo que esperamos recibir) y esa zona de prueba que explora las posibilidades postergadas o negadas de de un medio? Nos cuesta aceptar que tantas veces denominamos natural a lo que decodificamos tan velozmente que casi no nos damos cuenta.

Por ejemplo, estos géneros que no tienen todavía nombre, o al menos no un nombre definitivo, posibles gracias al inconmensurable archivo que la web pone a nuestro alcance (chistes idiotas y tan divertidos realizados con imágenes obtenidas de la misma red) son tan viejos y novedosos al mismo tiempo que nadie se atreve a reclamarlos como una estética.

Fernando Castro Florez. “El devenir histórico había limitado las tendencias desmaterializadoras, aunque como consecuencia se anatematizara la pintura y concediera a la contextualización (eso que imprecisamente se denomina "instalación") carta de naturaleza. Pero el desplazamiento hacia el sociologismo, la "retórica política" o los escándalos pactados han hecho que la mercadotecnia
(sea en clave paródica, con vocación desmanteladora o meramente integrada) se neutralice a sí misma. De nuevo se plantea la pregunta por el hic et nunc de la obra de arte, qué tipo de presencia puede tener en la era de la digitalización de la mirada.”

Del mismo modo que el rock inventó alguna vez la No-Wave, más que la Post-Web pregonada por Jaron Zepel Lanier, deberíamos indagarnos sobre la No-Web, la contracara de las estéticas que la web promueve.

Hace ya mucho que me pregunto qué es lo que puede llegar a presentar como distinto o específico el arte realizado especialmente para los metaversos. Ya: las redes sociales imponen su estética, su pobre idea de lo que pueden ser los formatos de las ficciones que desde nuestro presente susurran los futuros inmediatos.

¿Relatos?
Tan elemental y definitivo como que cada uno de nosotros tiene una historia, y nos sabemos protagonistas de un relato constituido y cruzado por cientos y miles de otros relatos, cuando todo relato es una acumulación de sensaciones, dudas, certezas y programáticos olvidos.

Me gusta pensar a cientos de miles de miles de blogs y twitters y videos en Youtube o Vimeo como los disparadores de una monstruosa dinámica que produce la conexión no siempre azarosa entre tantas memorias en tiempo virtual. Si la web es disponibilidad e interconexión, lo cierto es que en ninguna otra época tantas historias estuvieron tan interconectadas e interinfluidas. Jamás antes un libro, una canción, una película, un dibujo, una fotografía se interrelacionaron de tal forma, en tan demoledor ritmo. Y a pesar de que infatigablemente seguimos reflexionando sobre en qué clase de lectores, de observadores, de escritores y de productores de imágenes estamos convirtiéndonos, cada vez experimentamos más el vértigo de estar expuestos y atravesados por millones de historias a una demoledora velocidad.


Estamos hechos de la misma materia de esos relatos.
Ya no leemos ni vemos ni oímos ni escribimos del mismo modo, aunque tengamos la impresión de que todo sigue más o menos como siempre.