miércoles, 5 de noviembre de 2008

Cara de protector de pantalla

Mis amistades se parecen cada día más al Facebook” escuché decir a alguien días atrás. También “Tengo una vida muy Twitter”.
A ver ¿la tecnología es nuestra continuidad o al revés?

Muy bien. Esta parece ser la contienda. Ahí están ambas tradiciones: la glorificación de la máquina de Marinetti que alcanza su cenit con el voluntarismo fatalista de Warhol (“necesito actuar como una máquina”), pero también su revés tecno-humanista, el efecto “Pinocchio-Astroboy”: la tan demarcada aspiración de las máquinas en su devenir humano. (Sumemos a Inteligencia Artificial, de Aldiss-Kubrick-Spielberg).

Es uno de los terrores más intensos y también antiguos de la modernidad que se reformula en lo contemporáneo.
Recuerden Maximun Overdrive (La rebelión de las máquinas (1986), aquella película escrita y dirigida por Stephen King que lo nominó al premio Razzie como peor director):

¿no es el “paso más allá”, el capítulo siguiente de la venganza de las manufacturas que Baudrillard había comenzado a delinear en “El sistema de los objetos”, de 1969?

También es Crash (Ballard, incluso su prolongación en Cronenberg): si la opción romántica (la más antigua, decimonónica) concluía en el I robot de Asimov (la fascinación tan animal de las máquinas con el poderío humano), la dirección se fue invirtiendo progresivamente en el último medio siglo: el tan continuamente remixado y fetichístico embelezo erótico de los humanos con la tecnología. “No hay nada más sensual que mi iPod”, decía días atrás una quinceañera; “Mi Fotolog y yo somos uno” insisten muchos emos.

Esta líbido es por cierto atávica, pero ¿también lo son las narraciones sobre el orgullo de las cosas por ser cosas? ¿A qué se debe esta proliferación?

En la “negociación” a la que se refería Mercedes Bunz ¿quién pone las reglas? ¿Cómo se pactan los términos? La tecnología es nuestra continuación, es nuestro “suplemento”: nos continuamos en las máquinas. El cyborg no es más que un eslabón en esta economía, lo mismo que relatos tecnogore como The Machine Girl. Pero ¿qué hacer cuando el síntoma de Marx se ve rebasado y la cosificación se vuelve indiferenciada? O más allá aún: lo humano comienza a desprestigiarse como señal de un error muy antiguo.

Pero ya no siguiendo la provocativa fórmula de Dino Buzzatiel hombre es una malformación de la naturaleza”, sino su paráfrasis moderna “el hombre es una malformación de la tecnología”.

Es una perturbación que prosigue aquella tesis de Baudrillard, pero también la ingobernable y nostálgica paranoia que atraviesa “Diseño y Delito” de Hal Foster: para este perfecto ejemplar de los apocalípticos cool, a los que me referiré en el próximo posteo, tecnología básicamente es sinónimo de mercado.

Lo mismo que el pop y el diseño: cultura de mercado. Conformismo cultural. Y ya sabemos: no existe mayor teatro de perversiones que el mercado capitalista. Tampoco nada nuevo: tecnocracias, márketing y diseño como diferentes maquillajes de lo mismo.

El temor que escenifica la aburrida película de Stephen King es otro: ¿qué sucede cuando a las máquinas el mercado no les interesa nada, cuando pasan del márketing y provocan una total anarquía sin caer jamás en la tentación de humanizarse?

Lo que posiblemente hayan señalado contundentemente tanto “El sistema de los objetos” como “La rebelión de las máquinas” (qué título tan orteguiano) es el comienzo del fin o la declinación impostergable de una tecnología humanista, o mejor, de un humanismo tecnológico.

En este sentido las dos partes de El Segundo Renacimiento (The Second Renaissance) de Animatrix no son más que algunos de los últimos eslabones de este clasicismo de la modernidad.

Hoy Pinocchio o Astroboy no desearían ser niños: se reivindicarían como transformers, esto es, reclamarían su posibilidad de ser objetos.

Los transformers fueron creados por la multinacional Hasbro (en 1984) como juguetes reversibles: no sólo automóviles o aviones que podían rearticularse como humanoides mecanizados, sino también al revés, como robots de forma humana que a voluntad se reconvertían en camiones o helicópteros.

Si a caballo entre los siglos XV y XVI la tecnología de Leonardo imitaba a la naturaleza (alas de pájaro para modernos ícaros), si todavía en el siglo XVII Charles Le Brun repensaba la fisonomía y el carácter como condiciones animales, hace tiempo que muchas de aquellas referencias naturalistas se fueron deslizando hacia imaginarios tecnológicos.

¿No es un poco simplista pretender que estos imaginarios son simplemente una razón de mercado? ¿U otra descortesía del diseño? ¿Por qué en un estado que creemos evolucionado de nuestra civilización se multiplican los relatos de un animismo tecnológico? ¿Otra corriente ficcional del neopaganismo o por el contrario distintos síntomas de otra ascendente especie de narcisismo trash?