jueves, 27 de diciembre de 2007

Implosionando el presente. Elogiando la desactualización

Desactualicémonos. De una buena vez.
Programáticamente.

No se trata, como nos pide Carl Honoré, de generar estrategias para ralentizarnos. Debemos reactualizar las potencias del presente de otra forma. Debemos desviar una y otra vez esa desmedida demanda.

Es un problema que sigue in crescendo desde el comienzo de la modernidad. Las utopías fueron una de las eficaces trampas frente a este escollo: toda la atención puesta en un lugar que no sólo permanece suspendido en el tiempo sino que además “no está ahí”.
El software nos piden todo el tiempo actualización. Las noticias en los diarios on line se actualizan permanentemente, pero ¿con qué? Si hay algo que permanece absolutamente ideologizado es el tiempo. Éste sigue siendo el botín de todas las ideologías.

Nuestra percepción es deudora de las ideologías que actúan sobre el tiempo. Nada más construido y manipulado que el tiempo.




Marshall MacLuhan desarrollaba sus teorías al mismo tiempo que del otro lado del Atlántico los situacionistas enunciaban sus estrategias. No resulta para nada curioso que la redefinición del concepto de alienación llevada adelante por Guy Debord, su descripción política del contexto al que denominó “fase especular del capitalismo”, se centre en el giro decisivo de los medios de comunicación. McLuhan y Debord pertenecen a un mismo giro paradigmático de ideologización de la noción de tiempo del cual provienen demasiados de los acercamientos con los que hoy nos acercamos a lo contemporáneo. En lo que llamamos globalización el factor decisivo, por supuesto, no es el espacio.

Inadecuémonos a las construcciones agotadoramente presentistas, para las cuales actualizarse ya dejó de ser un medio para convertirse en un principio teológico. Existen otras tantas formas de nombrar al tiempo.

Cuando queremos definir al tiempo estamos en problemas. Es una de esas palabras que se cierran demasiado sobre sí mismas. Por otra parte, culturalmente ya es una religión dejarse manipular sus efectos.
Hace muchos años dos de los más celebrados poetas argentinos, Juan L. Ortiz y Carlos Mastronardi, ambos nacidos en Gualeguay (Entre Ríos) realizaron una distribución poética de sus atributos: el primero se apropiaba definitivamente del espacio –tanto quería a su río-, mientras que su amigo se declaraba, como On Kawara, “un artista del tiempo”. En esta repartición se sintetizan dos formas extremas de concebir la vida.


En un posteo anterior escribí sobre la creciente desesperación por ampliar el presente, ya que la preterización de lo inmediato no sintomatiza otra cosa. Pero también advertimos lo mismo en la infinita fiebre de los regresos.

Si tu banda de rock favorita vuelve a los escenarios después de diez o veinticinco años, su éxito no descansará en ese abracadabra que nos traslade como por arte de magia a aquellos viejos y queridos tiempos. Ya no es el pasado que regresa sino que es cierta triunfante ideología que construye especularmente al presente la que quiere devorarlo todo.

Desactualizarnos, tal como lo concibo, significa todo lo contrario a perderse o demorarse en el pasado, erigiéndose como uno de los mayores desafíos a desarticular los efectos ideológicos que dominan la temporalidad.

PD: ¡Estamos de estreno! Inauguramos el Cippodromon: una suerte de lado B del Cippodromo.