lunes, 31 de diciembre de 2007

¡Al fin algo definitivamente inconcluso!

El Eco Interminable

Lo interminado arrasa. No existe presencia más insoportable, más inasimilable, menos digerible culturalmente que lo interminable. La época en que vivimos reclama todo el tiempo (muchas veces a los gritos, fuera de toda compostura) el fin de las cosas. El fin de la Historia. El fin del arte. El fin del cine. El fin del comic de autor. El fin de la filosofía.


Sobreagregándose a Hegel, Debord instauró la posibilidad del fin del cine en una función de Cannes. Desde ese momento (inaugural, por cierto), los intelectuales no dejan de pensar en cómo construir esmerados finales mientras que el mundo del espectáculo planea una y otra vez regresos.

La modernidad se manifestó en casi su perfecto contrario de esta política del fin: fue una era de inauguraciones. El reinado de la novedad. Quien quería postularse como alguien con cierta entidad, que dispusiera de una novedad potente. Para nuestros modernos, la novedad invariablemente resultaba más atractiva que el fin de lo que ésta anunciaba. Hoy lo chic es el final: el que concluye está en la cima. Quizá como nunca antes en la Historia esta época propone para sus más encumbrados podios a los grandes constructores de finales.

Por supuesto, la novedad sigue rankeando muy bien: por eso, si querés atención, proponé un muy buen final. Muchísimas de las novedades que se reciben con mayor estridencia de bombos y platillos son las que construyen un buen final. En el posteo anterior y al principio de éste hice referencia a los regresos (las bandas de rock que regresan después de un período más o menos extenso de haber anunciado su final; lo mismo que las remakes en el cine o en la oferta del espectáculo en general).

Todo regreso no es nada diferente a la necesidad de volver a poner en escena otro final. Es el regreso de un final diferente. Posiblemente el futuro no sea nada muy diferente a una gran proliferación de finales alternativos. Porque pareciera que no nos basta con un final, sino que progresivamente necesitamos más y más buenos catálogos de finales para cada cosa.

Ayer a la noche soñé con el ejemplar voluminosísimo de L’entretien infini, de Maurice Blanchot, traducido al español como El diálogo inconcluso. Enseguida caí en cuenta que las síntesis, lo brevísimo y que va al grano, tiene tan buena prensa porque transmiten la impresión de resultar conclusivas. Lo intermedio, lo que está en marcha, el que aún avanza y propone a todas sus energías sostener su dirección, es el más intolerable e insufrible de los sujetos culturales.

Lo inconcluso es tolerado en vistas a su final. Hace unos meses me entretuve leyendo todos los análisis que encontré sobre la serie Lost. No di con ninguno que no fuera conclusivo: no encontré ni uno solo que no pensara la narración por fuera de las posibilidades de su final.

Es un horror, pero la palabra FIN multiplica sus efectos: fin implica conclusión, pero también objetivo. El fin de una historia es el objeto de esa historia.

Pues bien ¡guerra a los finales! Pocas cosas me estimulan más que resultar intolerante con ellos. Cuando el calendario aún no estaba unificado, en esos tiempos en los cuales las comunicaciones eran muy lentas, cualquier viajero descubría que cada comunidad utilizaba el calendario de forma muy singular. Franco Cardini comenta en uno de sus libros que, ante la imposibilidad de instaurar la sincronicidad, la noticia se vivía como un eco interminable. Podías viajar más rápido que las noticias.

Hoy esto es imposible, claro. Pero no lo es tomar una prudente distancia de la configuración de principios y finales. Ya no la definitiva eternidad: más bien, la insistencia definitiva del inconcluso y perpetuo boceto.

Seamos optimistas en nuestro pesimismo: como reza el inolvidable subtítulo de un libro de Carlos Correas que ahora parafraseamos, “hasta la muerte también fracasa”.

Blanchot: "Busco la distancia sin concepto para que en ella se inscriba la muerte sin verdad -lo cual tiende a decir que el morir, antes que significar el fracaso, podría delimitar una región donde el efecto de verdad no se señalaría ni siquiera como falta. Entonces, admitiendo la ciencia como una escritura estricta a la que no faltaría nada, la supondríamos capaz y ella sola capaz de precisar en qué lugar se articularían o se supreprondrían el escribir y el morir. Pero "la" ciencia: ¿cómo podría admitir esta unidad simple que la totaliza idealmente y la restituye a 'la ideología'?"