jueves, 19 de febrero de 2009

Perversiones reales

Sí, es paradójico: las utopías se pretendían un remedio a la realidad (un mundo carente de imperfecciones); las distopías, su versión perversa, son las que diseñan nuestros presentes.

No sólo las aceptamos, sino que las amamos. Lucen mejor. Y por sobre todo nos resultan más astutas: incorporaron al error como su aliado. Ahora sabemos que saber fracasar tiene sus privilegios.

Leemos en Wikipedia que de acuerdo al Oxford English Dictionary el creador del término fue el filósofo, político y economista inglés John Stuart Mill (1806-1878), quien a su vez resignificaba un concepto de su colega y compatriota Jeremy Bentham (1748-1832), cacotopía.

Sin embargo, el uso que hacemos (y que retomamos y re-pervertimos) nos viene de la literatura y de la estética. Nuestros imaginarios son distópicos.

También nuestros mitos más contemporáneos (aquellos con los que percibimos el planeta). No sólo admitimos, gnósticamente, que nacimos en un mundo donde los planes no funcionaron, sino que insistimos estratégicamente en estos malos funcionamientos, capitalizándolos de otra forma.
Nada más sintomático que una tecnoecología distópica.

Incluso invertida, la épica distópica vence en todos los frentes.

Ya en el siglo XVIII, el neogótico que se quería una versión mejorada del gótico (un pasado libre de sus errores) evolucionó reabsorbiendo sus zonas más oscuras: no existe ciudad más distópica que Ciudad Gótica. Un reino oscuro: la tierra natal de Batman sigue siendo un escenario insuperable en las “locaciones de cómic” ¿acaso alguna otra la supera?

(Nota 1 y 2. 1) Un siempre oportuno homenaje a Rafael Bini, y a su Patria Gótica, poemario en cuya escritura Néstor Perlongher atisbó muchas pesadillas de las estéticas más contemporáneas. 2) Me apunto releer algunas partes de Ciudad Gótica, esperpéntica y mediática, del colombiano Rodrigo Arguello G., manual de pesadillas moldeables sobre el cual escribí unas líneas hace año y medio).

Si la ciencia ficción situaba las distopías en el futuro (el cine construyó una sólida tradición con esto, apunto sólo algunas como Metrópolis (Fritz Lang, 1927); Fahrenheit 451 (Truffaut, 1966); La naranja mecánica (Kubrick, 1971); Zardoz (Boorman, 1974); Mad Max (Miller, 1979); Blade Runner (Ridley Scott, 1982); 1984 (Radford, 1984); Brazil (Terry Gilliam, 1985); Doce monos (Terry Gilliam, 1995); Dark City (Proyas, 1998); Matrix (Wachowski, Brothers, 1999); V de Vendetta (McTeigue, 2006), la lista completa acá) hoy el futuro se fue adelgazando hasta confundirse con el presente.

Al punto de ¿podemos pensar nuestra actualidad por fuera de las distopías?
Una película como Niños del Hombre (2006), de Cuarón ¿no nos resulta de una cotidianeidad demasiado próxima? ¿No la intuimos en las pequeñas grietas de nuestro ahora?

A fines de los setenta, Manuel Puig construyó una narración en dos escenarios diferenciales, espejados, ambos igualmente distópicos (Pubis Angelical, 1979).
¿Existía alguna forma más efectiva de narrar lo que entonces acontecía? Los sueños devorados por las pesadillas de una realidad insoportable.

Una década más tarde, con El oído absoluto (1989) y El fin de lo mismo (1992) Marcelo Cohen (aún residente en España) volvía a coronar una estética distópica que en verdad ya se expandía hacía sus obras pasadas y futuras.

Postales Argentinas, de Ricardo Bartis ¿no es a su modo un mapa de microdistopías?

El cyberpunk quizá fue el primer género programáticamente distópico.
¿El cyberpunk latinoamericano no es doblemente distópico?
¿Cómo zafar de una tan sobreexpansiva dimensión distópica?

En Milagros de vida, su reciente libro de memorias, Ballard traza una línea de continuidad entre su exhibición de autos chocados en el Laboratorio de Nuevas Artes de Londres en 1970 y obras como el tiburón de Hirst o la cama de Emin ¿cómo trazar los límites de una masa distópica que los rebasa continuamente?

Nada escapa de su baño: ni Los topos, de Félix Bruzzone, menos aún los imaginarios latinoamericanos y los relatos patagónicos. Trelew, de Marcelo Eckhardt, posiblemente sea la primera gran novela-ensayo distópico-patagónica.

Si quizá el primer eslabón de la cadena sea para los argentinos el tan curioso Eduardo de Ezcurra (1840-1911), quien como muy pocos contemporáneos desplegó un gran abanico de fascinaciones tecnológicas de consecuencias no siempre felices en un escenarios que algunos calificaron de kitsch, sin dudas resulta oportuno volver a subrayar el tremendo potencial que Celeste Olalquiaga advertía en el tecnokitsch:

[Hoy] todo es potencialmente kitsch. Kitschificar es darles a ciertos objetos una fisonomía propia, que los descontextualiza de su función original. Así por ejemplo, antenas parabólicas que en su abigarramiento urbano parecen un paisaje extraterrestre en la ciudad, dejan de ser algo tecnológico para simular un adorno vetusto, como una reliquia del pasado”.