jueves, 24 de julio de 2008

Deus no ex machina. Manual de tecnofobias volumen 1

¿Quién realiza el identikit del tecnófobo? ¿Otro tecnófobo que se cree menos tecnófobo que él? ¿Un tecnófilo que ve en sus señas particulares el reverso exacto de su credo? El planeta rebosa de tecnófobos que asimilan de tantísimas y extravagantes formas los efectos de su rol: si Henry Kissinger sigue pensando que los paranoicos también tienen enemigos, lo cierto es que los tecnófobos jamás resultan actores de reparto en las narrativas de las tecnoculturas.

Los tecnófobos no dejan de discutir entre sí sus ideas de tecnología ¿cuándo se acabó la fiesta?. Recién leía: ‘Heidegger, Adorno, Jonas y Postman constituyen hitos importantes en esa desvalorización de la tecnológico pero no son los únicos tecnófobos. Decía Cioran que “con el advenimiento de la trinidad del automóvil, el avión y el transistor podemos poner fecha a la desaparición de los últimos restos del Paraíso terrenal.”’

Realicemos un breve merodeo por algunos aspectos de la tecnofobia (occidental) moderna, que no es sino un reseteo y remixado de muchas posturas tecnófobas clásicas reavivadas por la revolución industrial del Siglo XVIII (sí, sí: la tecnofobia no es nada demasiado novedoso).

Propongo estas líneas de abordaje, nudos de conflicto y malestar en este heptálogo inicial (¡bienvenidos comentarios!):

Uno. La tecnología vulnera la naturaleza, es decir, todo aquello no creado por el hombre. Viene a suplantar un orden natural, como si lo natural no fuera una categoría propuesta por seres humanos. Al igual que Camille Paglia, no puedo sino coincidir con Sade:

“(…) La obra de Sade es una crítica satírica de Rousseau. Para Sade, la vuelta a la naturaleza (ese imperativo romántico que todavía impregna todos los ámbitos de nuestra cultura, desde los gabinetes psicológicos de terapia sexual hasta los anuncios de galletas) significaría dar rienda suelta a la violencia y lascivia. No es la sociedad la culpable de los crímenes y delitos, sino que, muy al contrario, es la encargada de refrenarlos. (…) Lo que Occidente reprime en su visión de la naturaleza es lo telúrico. Es la brutalidad deshumanizadora de la biología y la geología, los despojos y las sangrientas matanzas darwiniana, la mugre y la podredumbre que hemos de apartar de nuestra conciencia para poder mantener nuestra integridad apolínea como personas. La ciencia y la estética occidentales son intentos de modificar imaginativamente este horror para darle una forma aceptable”.

Rousseau reencarna en Debord. La cultura está en guerra consigo y la tecnología queda de uno de los bandos. En realidad los tecnófobos no están contra la tecnología: simplemente siguen eligiendo la tecnología de una época anterior.

Recuerdo cómo me divertí leyendo, hace más de catorce años, el número de Wired dedicado a los zippies. ¡Rousseau era un cyborg!

Timothy Leary: “Es bien sabido que el impulso que creó la industria software y desde luego parte de la del hardware, especialmente el Apple Macintosh, proviene directamente del movimiento de los años sesenta. Steve Jobs fue a la India, tomó mucho ácido, estudió el budismo y al volver dijo que Edison había hecho más por la humanidad que Buda. Y Bill Gates era uno de los mayores psicodélicos de Harvard. Para mí es completamente lógico que si activas tu mente con drogas psicodélicas, la única forma en que puedes describir lo que sientes es electrónicamente”.

Por supuesto, hablamos de tecnología y no de técnica. La técnica es tekné, habilidad, pericia y arte: el yoga tiene sus técnicas, como el autocontrol. La tecnología implica invariablemente una instancia industrial. Aunque sea una industria de garaje.

Dos. La tecnología suplanta al hombre. Lo cosifica. Existe una idea del hombre que obtiene su madurez en el Renacimiento que resulta atacada. Pienso en André Breton, de 20 años recién cumplidos, trabajando como auxiliar en una clínica neuropsiquiátrica en Saint-Dizier, en plena Primera Guerra, fascinado “con un soldado que creía que la guerra era un simulacro, con heridos maquillados y cadáveres prestados de las escuelas de medicina.” La tecnología es la mayor cómplice de esa suplantación: Philip K. Dick lo sabía, Morpheo de Matrix también. Bueno, los anteojos que llevo puestos y la silla donde estoy sentado también son tecnología, lo mismo que las pequeñas ruedas del asiento que tengo a mi lado. ¿Cómo distribuir la culpa si realmente creo que la tecnología es la causal de los males de la sociedad? O mejor: ¿cómo decidimos qué tecnología es más culpable que otra?

Tres. La culpa la tiene la idea de progreso. Desestabiliza un orden. Para unos, desestabiliza las bondades de lo conocido para hundirnos en la incertidumbre de lo desconocido. Otros creen que no existe nada más desconocido que Dios y no saben qué pensar. Lo cierto es que hubo un cambio de paradigma clave (Kuhn): ¿cuál es la proporción de triunfo del Iluminismo? ¿Cuál es el desenlace de La Brújula Dorada?

De hecho el progreso es optimista. Incluso con sus críticas, las vanguardias festejaron con Marinetti el arrojo de las máquinas, sin desconocer su nexo macabro: la tecnología avanzó históricamente de la mano de la ingeniería bélica. La tecnofobia, al fin de cuentas, no es sino una reacción contra la tecnofilia.

Cuatro. No sólo. También suele comportarse como una tecnofilia selectiva. Una vieja tecnofilia condenando la emergente. Pettoruti replicándole furioso a Kosice, cuando éste le mostraba sus esculturas en gas neón: “esto no es una obra de arte. Las obras de arte no se enchufan.” Seguro: las que se enchufan son las heladeras.

Cinco. Las artes poseen su propia autonomía. También son autónomas de la tecnología. La teoría europea contemporánea observa a la tecnología con desconfianza. Sin embargo Kraftwerk no es una banda estadounidense. En sus primeras giras por el país de Elvis los Depeche Mode no hacían más que quejarse de la tecnofobia norteamericana. Estados Unidos produce a Suicide, Glenn Branca y Elliot Sharp y sus seguidores: una tecnología amenazante. En la televisión de Buenos Aires, mucho tiempo después, Pappo le pide en cámaras a DJ Deró que no robe más y que deje de autodenominarse músico. Dos conceptos de jongleur.

Seis. La tecnología puede ser alienante. Es preferible no intercambiar una alienación por otra. Seguramente sea mejor trabajar de minero sin ver la luz del día en las entrañas de la roca y olvidarse que, literalmente, el techo puede derrumbarse de un momento a otro.

Siete. La tecnología inventa necesidades: promueve el consumismo generando adquisición de bienes superfluos. Toda tecnología es ideológica. Una licuadora soviética estaba diseñada para estar activa más de treinta años. ¿Cuánto hardware y software cambiamos en ese lapso? No existe necesidad que no desnude una idea de poder. Lo cierto es que los tecnófobos, tanto como los tecnófilos, muchas veces están convenidos que lo que se denomina cultura no ocurre mucho más allá de un metro de su hardware. En una cultura anfibia, las fronteras no sólo son mucho más amplias, sino que continuamente son renegociadas. El hardware libre, el low tech y las estrategias arduinas no son más que elementos anfibios de transición en tanto negociación.

¿Qué otra cosa es un hacker sino un administrador ad hoc?

Esto sigue, sin dudas.
Bueno, acá hay más.