sábado, 10 de mayo de 2008

A quien va usted a creer ¿A mi o a sus propios ojos?

Una sociedad sin espectáculo sería un horror, una verdadera porquería. Es cierto, estoy influenciado por el libro de Frédéric Schiffter, Contra Debord, pero realmente no me demandó demasiado esfuerzo simpatizar con sus tesis.

Si venimos refiriéndonos a esa no tan lejana instancia en la cual lo digital y lo analógico ya serán imposibles de diferenciar ¿no deberíamos interrogar de otra manera la naturaleza de lo que entendemos por show? ¿O acaso el pasado no está sembrado de precursores arduinos? No recuerdo ninguna época en la cual la narración de los hechos no haya estado condicionada, de una forma u otra, por la ficción.

Ahora lo tengo más claro: hurgué en cada uno de los libros del Papa de la Internacional Situacionista remixándolos salvajemente en mi cabeza en cada oportunidad. Zapping sobre zapping. Si algún buen saldo rescato de esas lecturas sin dudas es mi ejercicio de constante interrogación sobre las políticas del espectador y la cultura del entretenimiento.

Greil Marcus lo puso nuevamente de moda. Pero esta vez a través de la cultura pop y de esos reyes del espectáculo conocidos como los Sex Pistols, quienes entendieron tempranamente, vía Malcolm McLaren, que la anarquía es todo un arte. Hace muy poco visitaron Buenos Aires los New York Dolls; me los perdí, pero ¿los buenos espectáculos no siguen rankeando alto en nuestra saturada memoria? Debord lo sabía, por eso Hurlements en faveur de Sade, su ópera prima de 1952, es antes que cualquier otra cosa un extremo y fascinante espectáculo, y al igual que el punk, un muy efectivo ejercicio de edición.

Desconfíen de los artistas que no son buenos espectadores. ¿Y qué es un buen espectador sino un esmerado editor? Cualquier espectáculo existe para ser editado por la mirada (y la memoria).

Si existe aquello que nos distingue de otras contemporaneidades seguramente será esta maravillosa actividad, éstos nuestros modos de divertirnos en un universo que por suerte siempre estuvo sobrecargado de imágenes. Lo peor del situacionismo es su argumento fundante ¿fuera del espectáculo la realidad es más real? Ya saben, le creo muchísimo más a la glosa de Dubuffet en “La cultura asfixiante”.

Cuando alguien declara que la televisión compite con los libros es que jamás fue un buen lector. Serlo es básicamente haber aprendido a desarrollar la intimidad necesaria cuando sea y como sea.

Lo mismo que el arte, todo entretenimiento tiene su tecnología (me divierte mucho volver a parafrasearme, jugar con la sintaxis). Y junto a su tecnología, su economía, su potente incidencia. Creo que nuestra cultura inventó pocas actividades más intensas que la de éste insaciable generador de sentido. Al fin de cuentas, spectáculum deriva de otro vocablo más antiguo, spécere, el cual establece la dirección y suertes varias de la mirada. Todo esto sin olvidar nunca el estruendoso éxito del que siempre gozaron tantos fabricantes de distopías ¡cuando la distopía no es nada distinto que concebir ciertas tragedias en un espectáculo que se quiere disuasivo!
Durante siglos y siglos la noción de diversión fue extirpada o postergada de los glosarios de arte. Incluso durante las provocaciones más escandalosas del arte moderno, como dadá. Divertido, en todo caso, era un vocablo que se decía en voz baja. Todavía sigo pensando que, para la tradición argentina, fue Julio Le Parc quien se propuso abiertamente realizar una obra que fuera divertida. Lo charlé con él hace muchos años, pero lo cierto es que tampoco se conformaba con la diversión como efecto vertebral. Hay cierto aburrimiento que también es una invención moderna.

Los tiempos han cambiado demasiado desde que Debord publicó sus primeros libros. Entonces era común creer que había algo por fuera de esa imaginación pública que Josefina Ludmer señala como materia de la posautonomía.

“La imaginación pública es todo lo que circula, los medios en su sentido más amplio, que incluye todo lo escrito y que es algo así como el aire que respiramos. Todo lo que se produce y circula y nos penetra, y que es individual y social, privado y público, imaginario y "real". La categoría de imaginación, que tomo de Appadurai, incluye en su interior toda la historia de lo imaginario: el imaginario social, la idea de la escuela de Frankfurt de imágenes producidas mecánicamente, la idea de comunidad imaginada y la de institución imaginaria de la sociedad. Y la pienso pública de un modo utópico y despropiado, desprivatizador: como un trabajo social, anónimo y colectivo, sin dueños, que fabrica presente y realidad.

En esa masa global no hay un "afuera", y en esto difiero con ciertas utopías de los 60 y 70 que postulaban una "realidad verdadera" más allá de la máquina opresiva de los medios. Y por lo tanto las estrategias políticas cambian totalmente. Porque esa masa tiene un carácter doble: por un lado es el modo en que los ciudadanos son disciplinados y controlados y dominados, pero también es un trabajo creador: la facultad por la cual hay crítica y otras formas de vida colectiva.”

La imaginación pública es el núcleo duro del espectáculo tal cual nos interpela hoy. El espectáculo es la nueva intemperie, por lo cual ya no necesitamos una sociología sino una climatología del espectáculo.

Al fin de cuentas, en la Sociedad de la Información la misma información es el mejor espectáculo: el clima en el que vivimos.

La imagen de Napoleón Baroque con el mural de Grateful Dead es gentileza del propio avatar. La frase del título de este posteo pertenece, otra vez, al inagotable Groucho Marx. Más que nunca el mundo se ha vuelto marxista, de la tendencia de Groucho.