miércoles, 13 de febrero de 2008

Así como se les pinta a los santos un cero sobre su cabeza

Me estaba divirtiendo mucho con uno de los capítulos de Hate, de Peter Bagge (en realidad me estaba regodeando con absolutamente todos los capítulos, pero justo entonces estaba releyendo éste):

Ese enigma llamado George Cecil Hamilton Tercero. Resumamos: Buddy Bradley, el protagonista de la historia, comienza a trazar una radiografía existencial de uno de sus compañeros de convivencia. Y nos dice lo siguiente:

“…[Todo el día] en general lee, y cuando no lee dibuja o toma notas sobre diversos temas bizarros. Me encantaría decirles que todos los proyectos de George tienen alguna finalidad pero, hasta donde sé, solamente divaga en mil direcciones distintas, por ejemplo, en una página de su cuaderno van a encontrar tres puntas de trabajo, cada una absolutamente distinta de la otra. George es el típico erudito, autodidacta con poca formación académica que en vez de seguir manuales o fuentes más objetivas (aburridas) obtiene la información de distintas publicaciones alternativas y de pasquines barderos y pomposos que confirman sus creencias en cualquier tipo de teoría conspirativa que se les ocurra”.

Ya lo sabemos: una buena parte del pensamiento teórico crítico más interesante invariablemente se entremezcla en la ficción y es así que se difunde y sobrevive. ¿Qué sería de las teorías conspirativas sin Philip K. Dick? Las hipótesis radicales siempre provienen de este tipo de inquietantes productores: podríamos leer la narrativa de Laiseca como un conjunto de ensayos que se nutren de saberes e información que jamás eludirían (al menos no de manera directa) las aduanas del Estado.

Existe una fascinación popular por estas subjetividades aisladas que leen como los alfiles del ajedrez, en diagonal, y que tan a menudo travisten sus especulaciones en apenas disimulados formatos narrativos.

¿Qué otra cosa es la narrativa de Ballard? A veces se aventuran con libros directamente ensayísticos (¿será el Eureka de Edgar Alan Poe el primer punto nodal de esta moderna tradición?) pero todo el tiempo se proveen de un glosario y de elementos de análisis que muy pocos profesores universitarios estarían dispuestos a aceptar sin reparos si no fuera por su “resguardo de ficción”. En este sentido, literatura y arte siguen siendo el reservorio de nuestros más significativos modelos de pensar, burlando activamente la vigilancia y los buenos modos de los campos específicos (detrás de cada campo siempre merodea un fuerte disciplinamiento), atreviéndose a probar idiolectos por fuera de las lenguas de lo intelectualmente decoroso en cada tiempo y lugar.

Ya sabemos: atreverse a esto para muchos profesores viene a ser algo así como abandonarse al caos. Les aseguro que no exagero.

Hace dos días terminé de leer un libro muy bueno (realmente muy bueno) de Leonora Djament titulado La vacilación afortunada. H. A. Murena: un intelectual subversivo. En él, Djament delinea con mucha fineza zonas de Murena que con las décadas varias lecturas fueron postergando: su interacción (reutilización y abordaje) de autores como Theodor W. Adorno y Walter Benjamín (autores que tradujo por primera vez al castellano), muchísimo antes de que el pensamiento de izquierda los admitiera en Argentina. Y no sólo eso, sino también cómo estos sirvieron para modelar una figura muy heteróclita de intelectual. (Confieso que el libro me atrapó desde la elección de la cita mureniana que abre el volumen y le da título: “Diría que el ensayo, en general, es la vacilación afortunada de la cultura”).

Pero bien: si algo me llamó la atención –y esto no es un reclamo, sino un síntoma- es que mis introductores personales a Murena no aparecen siquiera mencionados una sola vez. Hablo de intelectuales tan disímiles como Ángel Faretta y Luis Thonis.

Ambos, con inclinaciones muy distintas me acercaron a Murena (ya hace dos décadas) desde sus textos, que aún me resultan mucho más nutritivos que una parte importante (muy importante) de las lecturas críticas que examina el libro de Djament.

Faretta utiliza a Murena para construir un corpus inigualable por fuera de todas las regulaciones de moda. Fue maravilloso leer tantos de sus ensayos en la revista Fierro (donde decenas de fans de las historietas se sobresaltaban con sus textos) y no en revistas académicas; Faretta sigue teniendo una libertad de experimentación que continua irritando tanto como en su momento lo hicieron los escritos de Murena. Otro tanto Thonis. La Anunciación (revista de la que fue director) era una publicación decididamente mureniana.

No somos pocos los que tenemos una especial predilección por este tipo de heterogéneos pensadores; días atrás tuvimos una exquisita charla con Juan Lima sobre Rodrigo Tarruella, a quien también tuve la dicha de conocer.

Si algo no abunda, es la imaginación crítica. Las obras de estos cráneos, para nuestra satisfacción, sigue corroborándolo.

Nota bene: el título de este posteo es un aforismo de Georg Christoph Lichtenberg.