lunes, 29 de noviembre de 2010

Tu software es mi biología

La diversidad cultural esta vez en código fuente

Veamos ¿de cuántas formas el software participa en nosotros? Y me refiero a esa invasión cultural que transforma nuestros hábitos y percepciones (casi) sin que nos demos cuenta, conectándonos al mundo mediante una sobrecarga informativa inmune al cansancio (o al menos a cierta clase de cansancio que creíamos conocer).

No debemos ahondar demasiado en la cuestión para percatarnos que, aunque no sepamos ni siquiera enchufar una computadora, el software ya nos atraviesa y constituye. Antes decíamos: el ser humano es un compuesto de hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, calcio, fósforo, cloro y potasio. Hace tiempo que sabemos que el software es parte de esta lista.

Sin dudas, la pregunta inicial es muy tramposa: el software jamás será algo homogéneo, sino otro territorio de disputas (una marca de poder, de la que aún desconfiamos porque no nos resignamos a formar parte de ella. No hay caso, seguimos siendo campeones en paranoia social).

Directa o indirectamente cada uno de nosotros usa y es usado por algún programa (esto ya Donna Harawaylo sabía cuando, hace un cuarto de siglo, publicó su tan glosado Manifiesto Cyborg): así no uses celular, ni te hagas ecografías, ni utilices ningún servicio de correo electrónico, el Wi Fi, sin ir más lejos, es cada vez más parte del aire que estás respirando.

Por supuesto, no estoy sugiriendo que no exista la brecha tecnológica -la desigualdad de oportunidades para acceder a las aún denominadas nuevas tecnologías-, nada más lejos que eso. Incluso Bernard Kouchner, entusiasta Ministro de Relaciones Exteriores de Francia, quien no deja de festejar que dentro de cinco años la mitad de la humanidad (3500 millones de personas) tendrá acceso a la web, se deja ver preocupado por las condiciones de disponibilidad. Sin dudas preferimos el software libre al corporativo, teniendo muy en cuenta que se trata de una guerra ideológica que va tanto más allá (por favor no dejen de leer el indispensable Crímenes de la razón, del Premio Nobel Robert Laughlin sobre el salvaje abuso de las patentes).

Lo que trato de señalar es que no resulta suficiente intentar acortar esa brecha, sino más exactamente seguir repensando como reinventamos la virtualidad, de qué modo incidimos en ella en tanto usuarios y prosumidores (algo así como consumidores críticos y activos –consumidores en tanto productores-).

Es sabido, Michel Maffesoli (quien acuñó el término tribus urbanas) reconoce la impronta de Internet en los nuevos modos tribales. Al fin de cuentas ¿qué serían los floggers sin la web? Si la red promueve otros modos de sociabilidad anfibia (pues se desarrollan simultáneamente en contextos virtuales y físicos) es porque estos intercambios implican una dinámica que excede los usos que los programadores puedan haber previsto. ¿Estos nuevos tribalismos implican software tribal y programadores tribales?

Obviamente exagero, pero resulta cada vez más evidente que dentro de las currículas básicas de alfabetización se impone la enseñanza de escritura de código fuente (textos instructivos que hacen al funcionamiento de cualquier computadora). Parafraseando a Lautreámont, el software sólo será realmente libre cuando el código fuente pueda ser hecho por todos.

Addenda: Hace ya unos cuantos meses (este año quizá haya sido uno de los más extensos de mi vida) Daniel Molina me encargó dos notas para un número de la revista Gazpacho, del Centro Cultural de España en Buenos Aires. Entonces se publicó –por problemas de espacio y edición- uno de mis textos, quedando el otro inédito hasta el día de hoy. Más que nunca se trata de un texto-remix, una variación-escorzo diferencial en la que sintetizo y a la vez retomo algunos de los tópicos de investigación del Cippodromo.

Digámoslo de otro modo: el remix textual como el más operativo de los estilos para reproblematizar un objeto cultural. El remix no sólo como lifting cognitivo sino, y sobre todo, como estilo de acción.