A veces el artista desea transformarse en científico: pero resulta que no hace ciencia, sino arte.
Suenan entonces de inmediato miles de voces de alarma porque la autonomía artística le proporciona a la osadía del practicante total impunidad para que expanda sus experimentos irresponsables.
¿No es lo que sucede con cada nueva propuesta del arte transgénico, con la evolución de ciertos accionismos y artes del cuerpo, con las complejas relaciones entre biología política y arte?
Si es ficción ¡juguemos en el bosque!
¿Cuál es la amenaza de la tan célebre de Alba, la conejita verde de Eduardo Kac?
Otras veces, diversamente, los científicos quieren devenir artistas, y el límite entonces se vuelve insoportable. ¿Acaso Joseph Mengele no fue el acabado espécimen de esta estirpe maldita?
¿Estetizar la biología no es en sí una monstruosidad?
Paul Virilio viene denunciando hace años (podemos chequear, sin ir más lejos, su inventario en las conversaciones con Sylvère Lotringer para Semiotext(e)) el horror frente a la mixtura de ambas posibilidades, ambas direcciones: es lo que denomina ciencias extremas.
El arte moderno, ya sabemos, fundó la via que permitió a los artistas liberarse de la representación. Hace más de un siglo, muchos creadores comenzaron a deshacerse definitivamente de la tiranía y el deber de representar. Ya sin distancias, no se jugaba sino con lo real. Y si la realidad es un mito, como señala el maestro dromológico, nada resulta imposible.
Caída de la representación (que sin dudas continuó, pero sólo como una tradición entre otras) más se fortaleció el poder de la autonomía artística: las barreras se derrumbaron definitivamente. Hace ya mucho tiempo que mutilarse (el accionista vienés Günther Brus y sus Zerreissprobe), dispararse (Chris Burden y su célebre Shoot) o transformarse físicamente (Orlan) ingresaron definitivamente a la Historia del Arte.
No son pocos los que claman al unísono con Virilio: ¡abyección, abyección!
Ese es el punto: para que funcione la autonomía deben gozar de buena salud los organismos culturales que denominamos instituciones artísticas. Si la institución arte finalmente estalla y desborda los límites de las instituciones particulares ¿las ciencias extremas se convierten, de una vez por todas, en el nuevo Frankenstein, en el Prometeo desencadenado?
Al igual que Max, protagonista de Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are), de Maurice Sendak (que acaba de ser llevada al cine por Spike Jonze), sabemos que los monstruos habitan mucho más acá que nuestras fantasías. Sólo deben derribar los muros de nuestras cabezas.
Arno Schmidt soñó una Patagonia donde los guardabosques se enamoraban de centauras (al fin de cuentas, La república de los sabios [DIE GELEHRTENREPUBLIK] es una historia de amor). La centaura, claro, no provenía de la mitología sino de un efecto demoledor de la ciencia: era, ni más ni menos, una mutante. Schmidt narró en la posguerra lo que Virilio advirtió cuarenta y tantos años más tarde: la teratología no sólo se transformaba progresiva y velozmente en una especialidad industrial de la ciencia (al fin de cuentas, tanto Goya como Mary Shelley lo habían advertido con estremecedoras imágenes) sino que por último lo lograba de la mano de una tecnología fáustica.
Sin embargo, el terror hoy es otro. Digámoslo de una vez: ¿cuánto tiempo más seguiremos sosteniendo culturalmente la prerrogativa representativa de la virtualidad?
Dicho de otro modo: ¿qué sucederá cuando lo que suceda en las dimensiones virtuales ya no represente sino que simplemente presente, con toda la brutalidad de su (quizá) inasible materia?
¿Qué sucederá cuándo los neópatas (psicópatas de las redes) conquisten el modo de generar un nudo de moebius como en el cuento La continuidad de los parques, de Julio Cortázar?
¿La expansión de las posibilidades de la post-autonomía se transformará, tal como teme Virilio, en una irrefrenable partida de clonación de novísimos Mengueles?
Hablamos de un avatar (al fin de cuentas aún un contrato de presencia) todavía como una “representación gráfica”. Pero ¿cuándo no lo sea? ¿Qué sucederá si, como sueña William Gibson, en un futuro cercano se disuelven irreversiblemente los patrones de diferenciación entre lo analógico y digital?
¿Qué pasará cuando nuestra anfibiedad se vuelva imposible?
Claro, para esto no se requiere sólo que la tecnología avance, sino que el arte siga liberando las restricciones morales de la ciencia.
Hace tiempo que insisto con que todo sucede primero en el arte contemporáneo. Y no porque la imaginación sea más extrema en estas prácticas (por el contrario, en muchos aspectos escritores como Wells o Verne, incluso Bradbury y Asimov, sin redundar con la alucinante figura de Philip k. Dick, parecían -¡hace tanto! ver mucho más allá)
sino precisamente porque hace rato las prácticas contemporáneas dejaron de estar interesadas en la representación generalizada.
Aunque a algunos le cueste verlo, la institución arte (y los organismos que la componen y alimentan) sigue operando de Cancerbero frente al dominio ilimitado de una virtualidad sin representación: abiertas las compuertas, hasta una palabra como sueño pasará definitivamente al olvido.
Sterlac: "Debemos preguntarnos si un cuerpo bípedo, que respira, con visión binocular y un cerebro de 1.400 cm3 es una forma biológica adecuada. Él no es suficiente para la cantidad, complejidad y calidad de información que acumuló; está limitado por la precisión, velocidad y poder de la tecnología y está biológicamente mal equipado para enfrentar su nuevo ambiente extraterrestre."
jueves, 3 de septiembre de 2009
A los mutantes también les encanta el sexo
Publicado por rafael cippolini en 11:05:00 a. m.
Etiquetas: anfibiología, cybergéneros, Descontextos, estética(s) del sentido, inconsciente informático, mitologías, Paisaje e Ideología, régimenes de ficción