viernes, 18 de junio de 2010

Porno Ficción

¿A qué se debe el éxito –continuado y por demás heterogéneo- de las versiones porno de célebres personajes de ficción? ¿Por qué son tan populares?

En todo tipo de estilos: desde Blancanieves a Los Picapiedras, de Futurama a Tintín, de Las Tortugas Ninjas a Plaza Sésamo y los Pitufos, la lista resulta interminable.

¿Es que el porno funciona en estos casos como un subgénero de la parodia? ¿Al revés? ¿Es sólo eso? ¿Se trata de otra relación empática con una presencia que deseamos cercana?
¿Se desacraliza así a estas legendarias personalidades o por el contrario se las sitúa en otro estadio de admiración?
Como sea, no decae, sino todo lo contrario: This ain’t Star Trek XXX, la versión porno producida por Hustler, está protagonizada nada menos que por Sasha Grey; por su parte, la productora Vivid viene anunciando toda una serie de versiones porno de sagas de superhéroes.

¿El Hentai es más una consecuencia o un acelerador de lo que hablo?

¿Qué clase de motivación guía a un usuario de Second Life que moldea su avatar como Pikachu o Hulk para sumergirlo de inmediato en una orgía en el continente “adulto” de Zindra? ¿Será una extensión de la voracidad del espectador porno que intuitivamente hurga en su banco de afectos intentando explorarlos de todas las formas posibles, intimando con ellos desde otra fantasía?
¿Es otro modo de entender las fanfictions?
Ya sea de detractores: pocos ejemplos más perversos que los proyectados sobre los Teletubbies.
A nadie sorprende que las versiones porno de Lara Croft hayan acelerado el vertiginoso crecimiento del mercado de los videojuegos porno.

Son demasiados temas en uno.
La virtualidad y la web no hicieron más que multiplicar un viejo síntoma. Me divirtió (y también impresionó) leer, hace ya muchos años, que Burt Ward (el actor que personificaba a Robin en la inolvidable y tan popular versión sixtie de Batman) confesó en su autobiografía (My Life in Tights, algo así como Mi vida en calzas) que junto a Adam West (el Hombre Murciélago para el caso), protagonizaron no pocas correrías sexuales donde sus trajes de superhéroes cumplían un papel para nada menor. Es más: hasta revela cortos XXX filmados en paralelo a la producción de la serie. ¿Batiorgías en la Baticueva? También escuché y leí que existen hoteles temáticos especializados en estos imaginarios.

Se podrá argumentar y con razón el argumento del consumo (vender una vez más la misma historia pero de otro modo), incluso, como veníamos diciendo, de la propagación indiscriminada de los géneros paródicos (de hecho, el porno paródico es una industria en sí).

No debería ser curioso que estas incursiones al sexo de los héroes y heroínas de ficción no necesariamente resultan paródicas.
¿Debería serlo la fetichización de los elementos que conforman un personaje de ficción? Es más. Estas excursiones ¿no nos llevan a repensar cuál es el papel –la función- que estas creaciones de ficción ocupan en nuestras vidas? ¿En nuestra cultura?
Días atrás, recordábamos con Fabián Casas algo que Nabokov comentó en referencia a los personajes creados por Tolstoi: a principios del Siglo XX resultaba habitual que muchos ciudadanos rusos se refirieran a ellos (a Anna Karenina, por ejemplo) como a una persona existente.

Tanto tiempo dedican los medios argentinos a un personaje como Ricardo Fort ¿cuánto hay en él de ficción? ¿cuánto de pornografía velada? ¿No existe acaso un equilibrio tácito entre la construcción mediática de la celebridad y la inmediata mirada pornográfica que se adhiere a ella?
Por supuesto es una exageración, pero cada vez nos asalta más la sensación que cierto tipo de celebridad exaltada por los medios parece fabricada a la medida de su consumo pornográfico. Y la ficción que la constituye resulta clave para que esto suceda.

Dos ejemplos en un mismo blog (en dos posteos de Ciudad Tecnicolor): el porno fascismo y su espectáculo (sobre los escándalos de Silvio Berlusconi en Villa Certosa) y los tres relatos sobre la relación saber-poder-imagen en la modernidad. Todo lo que acabo de escribir no es más que una anotación marginal de estas lecturas.

sábado, 12 de junio de 2010

Trollcontamination

¿Por qué no entender al Troll como una estética?
¿Acaso no lo es? Quiero decir: un look. Una manera de ser visto.

En las fábulas inspiradas en las mitologías nórdicas no es otra cosa que una función: representa cierto modo de comportarnos (el linkbaiting puede transformarse en un fashion de nuestras emociones bajas). Envidia y resentimiento y todos sus derivados y afluentes. No nacemos trolls, sino que mutamos en ellos. Los deleuzianos bien podrán decir: devenimos trolls.

Insisto, un troll es una marca de visibilidad baja. En una cultura de redes electrónicas el troll se vuelve visible en los comentarios.

¿Umberto Eco les dedica un capítulo en su Historia de la Fealdad? No estaría mal argumentar que lo que más nos interesó del arte feísta de los dos últimos siglos es la reflexión -subsiguiente a la manifestación- de la fealdad como algo propio, como un modo de autoanálisis. ¿De qué modo participamos de lo bajo?
Banalidad del mal (Hannah Arendt dixit): ¿bajo cuantas máscaras podemos escondernos? El mal puede ser divertido siempre que le suceda a los otros.

No es casual que los trolls electrónicos sean en un 99% anónimos. Es un síntoma nada menor: pocos quieren hacerse cargo de ese aspecto propio. Tampoco estoy diciendo nada que no sepamos si describo al troll como a una descarga. Aunque también sería muy simplista delinearlos únicamente como otro de los modos sociales de “hacer catársis”.

Sin embargo, no deberíamos desplazar lo obvio. La “situación-troll” implica siempre un blanco. Un sitio al cual disparar (un troll por definición jamás descarga contra sí mismo). El troll entiende que ese blanco lo vulnera, le está quitando algo: visibilidad ¿o acaso lo que intenta el troll no es contaminar esa visibilidad?

En la ecología de los medios el troll invariablemente es un factor contaminante. Es polución. Por eso no deja de ser irónico que muchos medios masivos sigan prestándole tanta atención a los comentarios, que son el mayor coto troll (hasta hay quienes dicen que para los medios los comentarios son como el rating en la televisión ¿será tan así?). Tanta razón tiene Guillermo Piro cuando insiste: los comentarios casi siempre están escritos por alguien que está mal de la cabeza. Y de inmediato aclara: sólo valen la pena cuando la expansión del comentario es moderada.

Esto es: cuando el diálogo nos permite no escondernos debajo de ninguna máscara.
Cuando no es necesario devenir-troll.

¡Información polucionada en la opinología trash!
Hay algo de divismo mal digerido en los trolls. ¡Look at me! Como pedían ciertos sujetos en una canción de Laurie Anderson (Lenguaje is a virus).

Estoy absolutamente a favor de la moderación de comentarios.

Mañana acometeremos con Lux Lindner otro de esos experimentos que nos gustan tanto: un paseo público por la muestra titulada el Universo Futurista. Esto es, propondremos notas al pie de página-orales, comentarios ocasionales, caligrafía vocal en los márgenes de la exhibición sobre las huestes de Filippo Tomasso Marinetti y sus muchachos que puede visitarse en la Fundación Proa de Buenos Aires.


Los futuristas no sólo propusieron la contemplación de la máquina (la máquina como un hecho estético, como una obra en sí más actual “que la batalla de Samotracia”); también señalaron a la guerra como a una estética. “La belleza de la guerra”. Pero veamos la diferencia: los futuristas marchaban a la guerra. Se mostraban ellos mismos como soldados artistas (ahí estaba su cuerpo, su sentido del riesgo).

Esa es la diferencia máxima con la agresividad de los trolls: al fin de cuentas, un troll es algo exterior, una voz que contamina pero de la que nadie se hace cargo. El troll aspira a no poseer sujeto, a producirse como un mero y potente enunciado corrosivo.
¿Sujeto trash? Por supuesto que sí, en su más baja escala.
Basura de la información que sólo es superada por quienes la consumen.

Comportamientos: "Trolls: Usuarios que provocan conflictos activamente.
Cazadores o provocadores de trolls: Se comportan de acuerdo al principio del «segundo golpe». No inician el conflicto, pero lo intensifican en cuanto empieza. Con frecuencia usan otros trolls como excusa para su propio mal comportamiento, y en muchos casos califican a un usuario como troll, a pesar de los propósitos de éste.
Indiferentes: Intentan ignorar el conflicto, continuando con el tema original de discusión. Suelen expresar despreocupado desdén hacia el troll, pero no persiguen insultarle activamente. Se comportan como hermanos mayores, repartiendo sabias palabras tales como «No alimentéis a los trolls» u otras frases hechas que normalmente significan lo mismo: «Ignorad al alborotador y así se rendirá y se marchará». Este tipo de respuestas puede tomarse como un comportamiento pasivo-agresivo de provocador de trolls.
moderadores: No los moderadores del sistema, sino los usuarios que intentan «resolver» el conflicto, contentando a todas las partes si es posible.
Espectadores: Se apartan del conflicto. En casos particularmente malos, abandonarán el foro asqueados.
Secuestradores: Comienzan una discusión fuera de tema en respuesta a los mensajes provocativos de un troll.
No-trolls: Usuarios que son calificados de troll por otros usuarios o incluso moderadores para ser silenciados y desacreditados más fácilmente."

Un enunciado que desea generar un “efecto de denuncia” –subrayar esa pretensión de visibilidad indebida- y se transforma a sí en un espectáculo de miseria cultural.

lunes, 7 de junio de 2010

Nunca Nada Es Suficiente

Seguimos aprendiendo a compilar lo que aprendemos de Internet. No desde la web, sino de la red en sí misma, en tanto presencia y funcionamiento. Cada cual tiene su ranking.

En lo más alto del mío, en mi top 5, se mantiene la certeza de que NUNCA NADA ES SUFICIENTE.

Lo que me seduce de la web, más que su inmediatez o revolución en lo comunicativo, es la cada vez más expansiva disponibilidad. Es el linkeo, sí (la conexión ininterrumpida y la resignificación de lo que entendemos por homogéneo y heterogéneo), pero por sobre todo la certeza de que siempre es mejor conocer OTRO MAS de aquello que buscábamos.

Eduardo Rey me contaba, días atrás, una historia rescatada por Pascal Quignard sobre una hambruna en el Imperio Romano.

Sobre cómo la falta de alimento había convertido a toda una población en caníbales. Sentí que estaba volviendo a revivir la película The Road, “la última película de Viggo Mortensen”, dirigida por John Hillcoat (tan cercano a Nick Cave) y basada en una novela de Cormac McCarthy. ¿Qué sentido tiene la búsqueda de originalidad? La realidad construye sus novedades sobre lo que ya sabíamos.

Los finales (el final como entidad) perime no tanto por su certeza progresiva sino expansiva (hacia los costados). Cada vez entendemos mejor que todos los poemas del mundo no son suficientes, todas las canciones del mundo tampoco lo son, todas las películas del mundo nunca nos alcanzan.
Internet nos sigue enseñando que, tan cercana a cada cosa que busquemos encontraremos otra más o otra más y otra más que la antecede o le es simultánea.

Hablé de mi ranking. Internet mantiene viva la sensación de que este ranking puede cambiar y cambiar y cambiar. Creo que esa es una gran diferencia con el pensamiento moderno, aún más, con el gusto moderno: con la tan idiota pretensión de ser (culturalmente) el primero en algo, de detentar alguna especie de origen.
¿Escucharon la versión de The Dark Side of The Moon de Flaming Lips? ¡Ni siquiera nos era suficiente con la versión de Pink Floyd!
¿O acaso un buen cover no reinventa una canción?
Sin dudas es posible que todo haya sido dicho, pero ¡todavía podemos volver a decirlo todo y resultará tan fabuloso como antes o mejor! Claro, es imperioso volver a inventar otros modos de decir lo mismo. Digámoslo así: lo nuevo es simplemente decir lo que ya sabemos pero de otro modo.

Creíamos que alguien había inventado un sonido. En Internet encontraremos a tantos otros que estaban en lo mismo antes o al mismo tiempo. Hace unos meses Pablo Schanton citaba a Stephin Merritt, de Magnetics Fields cuando éste confesaba: “ Por alguna razón soy completamente incapaz de hacer algo nuevo con la canción pop. Qué deprimente”.

En la misma columna titulada Exceso de composición, también subrayó lo dicho por Andrés Calamaro en el site Efe Eme: “Ya no estamos en el siglo XX y no dejo de sentir que el modelo de canción de rock podría terminarse. Concluir como ocurrió con el tango canción, que tiene principio y tiene final. (…), así como las grabaciones de los Beatles terminan en Abbey Road”.
Necesito cambiar el escorzo y preguntarme ¿cuánto tarda en cansarse un espectador o un compositor o un creador cualquiera de una forma de observar una forma cultural?

¿Por qué la temporalidad de un contexto histórico debería agotar una forma?
¿Cuántas veces escuchamos que la novela está muerta? ¿Qué el cine murió? ¡Qué los blogs murieron! Sigo creyendo que hay algo muy idiota en el parricidio, por más instalado que esté en la memoria genética de nuestra cultura.

¿Tan rápido nos cansamos de leer, de ver, de escuchar? Quiero decir: de no saber inventar otros modos de leer, ver y escuchar lo mismo. Si no fuera por los muchachos de Cahiers du Cinéma, Hitchcock quizás hoy estaría muerto.

Otro tanto me sucede con la creencia de que la abundancia atenta contra la calidad. No puedo más que recordar a Anthony Burgess mofándose del grupo del grupo de Bloomsbury (al que pertenecieron entre otros Virginia Woolf y Hilton Strachey) y su militancia crítica contra la prolificidad. “¡Basta de Estreñidos!” solía clamar.

No tenemos de qué preocuparnos. Todos somos capaces de escribir un buen verso. Incluso un verso genial. Pero muy pocos son capaces de escribir diez buenos poemas.

martes, 1 de junio de 2010

Web y Vintage

Por una nueva ergonomía social: los tecnófobos también tienen blogs y escriben mails

El geek se define en su gusto por indiferenciar entre moda y tecnología (perfecto tropos donde una y otra coinciden en la más exacta confusión).

El tecnófobo, por su parte, también se objetiva en el mismo gusto, salvo que prefiere claramente una tecnología filiada a una época anterior. Otro modo de asumir lo vintage.

¿Estos aspectos que pudimos creer confrontados no ponen en escena una disputa apenas encubierta en lo que entendemos por confort? Es algo que tratamos de maquillar, pero la tecnología en todas sus fisonomías (directa o indirectamente) implica a las ideologías del confort. Ideologías que redundan y se consuman, claro está, en propuestas estéticas.
Es la enseñanza de artistas vanguardistas clásicos como Picabia, Raymond Roussel o Duchamp: ahí donde se determina una tecnología, se impone una estética.

Confort: el objetivo final de la tecnología industrial es invisibilizarse. Es lo que sucede con cualquier electrodoméstico: lo naturalizamos de inmediato, se camufla sumándose a las rutinas que le imprimimos. Lo convertimos en un elemento más de nuestro decorado. Sólo vuelve a manifestarse cuando no funciona como nosotros le exigimos. Ya lo sabemos: la tecnología se vuelve visible cuando falla.

Síntoma de nuestro horizonte cultural: tecnófobo no es aquel que no utiliza la tecnología, sino por el contrario aquel que utilizándola (y tan a menudo de modo intenso), la desprecia. Otro modo de estar a la moda.
Durante muchísimo tiempo el cenit de toda tecnología fue la creación de robots. Incluso antes de que el escritor checo Karel Kapek inventara la denominación. El robot, en tanto sirviente, no es más que un constructor de confort.
La peor pesadilla de la tecnología, por lo tanto, no es más que la perversión de ese confort. Todas las versiones de Astroboy, sus fábulas, la exponen: nada más horroroso que un confort para las máquinas.
El mismo terror que Asimov describió en Yo Robot.

Si para McLuhan la tecnología es nuestra continuación, en estas distopías el ser humano, por horrorosa inversión, no deja de ser sólo la extensión de las cada vez más autosuficientes máquinas. ¿Cuál sería entonces la tarea del arte que la de señalar infatigablemente lo extrañas que pueden resultar las máquinas? No estoy refiriéndome a ninguna otra cosa que no sea su desnaturalización: eyectarlas de la invisibilidad cotidiana.

¿Qué otra cosa es el vintage? Pura reutilización. Una estética que por definición se recorta de los modos visuales del presente. Si la estética es una forma de nombrar al tiempo, el vintage implica la puesta en escena de otra lengua. El vintage reinicia un camino que suponíamos clausurado: retoma el relato en el mismo punto en el que nuestro predecesores comenzaron a abandonarlo.

No debería tratarse de nostalgia, sino de la confianza en una estética que aún tiene mucho por decir. En este sentido, los pre-rafaelistas fueron vintage avant-la-lettre.

El esquema vintage no convoca ni a la utopía ni a su revés, la distopía, sino a su prima hermana, la ucronía. Interroga sobre los futuros probables e improbables de una trama que creíamos clausurada para siempre. El vintage desmuseifica convirtiéndolo todo en un museo (allanando las diferencias).

La virtualidad digital (la que hoy reorganiza nuestros imaginarios vintage) se determina, en todos los casos, en un hardware (condición elemental de existencia, al menos en nuestros tiempos anfibios). Hardware que necesariamente propone una ergonomía social (el sitio donde nuestro cuerpo se aloja mientras lo virtual se expande). No puedo más que recordar aquella figura narrada por Michel Tournier en su novela El Rey de los Alisos: el hipnódromo, esto es, la descripción de los cuerpos de los niños mientras duermen.

¿Cuál es tu postura corporal en este mismo momento, mientras leés estas líneas?
¿Qué nuevas posturas experimentamos mientras damos vueltas con nuestro iPad?

Cuantas más horas interactuamos en y con entornos virtuales, más sobredeterminante resultan nuestras posiciones corporales por personales. ¿Cómo se nos verá cuando todo esté de una vez por todas desenchufado?