martes, 22 de abril de 2008

Nada ya fue

Vivimos en una época de gigantesco redireccionamiento crítico. Como nunca, compartir información es ofrecerle un giro, situarla en otro espacio, exhibirla en un contexto diferente aunque siempre personalizado.

La red es eso: un esquema de redireccionamientos ininterrumpidos e instantáneos, de producción de distorsiones customizadas. Tomemos como ejemplo a Wimbledon, el blog de Guillermo Piro, que varias veces al día ofrece un menú del estado del mundo en infinitos destellos, que no son sino lecturas pormenorizadas. Nabokoviano, Piro conoce la lección: no existe mejor política que la del detalle. Nuestra memoria ya no es la que era.

Ésta, durante siglos, fue una subespecie de la imaginación. Cada vez que se insinuaba un vacío de información, rápidamente se diseñaba una alternativa de suplantación. Fue el extenso reinado de la imaginación-sustituto.

Aún principios de los ochenta, cuando una película dejaba de exhibirse en cines, se reducía su disponibilidad a un grado mínimo: dependíamos de los cineclubs y de los tiempos lentísimos de las programaciones de televisión. El espacio de la imaginación-recuerdo era gigantesco porque no había con qué confrontar. Lo que habías visto se modificaba automáticamente por tu imaginación. Conseguir la información adecuada implicaba esfuerzos enormes.

Los surrealistas debieron inventar a Lautreámont: demasiado poco se sabía del Conde uruguayo al que consideraban una suerte de aparición y por sobre todo, como no se tenía ninguna imagen suya, muy pronto comenzaron a imaginar su fisonomía. Los pintores del grupo hicieron sus versiones conjeturales. La distancia memorización-adivinación era insignificante. Dalí construyó su industria en este enlace.

Claro, era todo lo contrario a una excepción. Hasta finales del siglo XIX las pinturas, dibujos, esculturas y escritos velaban por la memoria de nuestra visualidad. Es imposible escindir la historia de las artes visuales o la narrativa de su función de registro, de almacenamiento, de preservación. La ficción era un tipo diferente de campo de batalla. Hoy, la ficción se entromete en el registro como juego de distorsiones. La ficción es el photoshop de lo real.

Jamás conocimos vacíos de información puros. Enseguida, y no sólo por horror vacui, la imaginación planteaba múltiples alternativas de suplantación, al punto que una cultura se definía por la potencia de sus reemplazos. Aún lo sigue haciendo, claro, pero su marco de acción se ve por demás reducido. La imaginación sigue siendo una forma de conocimiento, de las más intensas, pero su régimen ya no es el mismo. Hace rato que la imaginación habita el redireccionamiento, volviéndose así eficazmente operativa. Y es que hay cierta memoria imaginativa que cayó en default mientras que su virtud conectiva y su articulación de exceso de visión gozan de la mejor salud.

Si existe hoy un ejercicio curatorial este funciona sobre la base de redireccionamientos. Pienso una vez más en Convi (Mónica Heller, Esteban de Alzaa), quienes hace rato ofician de minuciosos antólogos. Si la materia de la historiografía es el pasado clausurado y sus efectos, el de los redireccionamientos curatoriales que practica Convi pone entre paréntesis cualquier clausura: la relativiza. Conforme a nuestros tiempos, multiplican las funciones de uso de de esos pasados. Los ponen a funcionar de otra forma.

Fue una de los mejores saldos de la cultura rock de los noventa (cuando todavía existía, aunque debilitado, algo que se llamaba cultura rock): el abrupto y tan feliz fin del modernismo darwinista de los ochentas. Con Fernando García recordábamos ayer cuando, en la década de la nefasta guerra de Malvinas vendimos nuestros discos de los setentas porque se los había decretado definitivamente out. Todavía no entiendo cómo pudimos aceptar que si escuchabas a Sumo no podías volver a La Pesada del Rock, que Talking Heads podía relegar a Led Zeppelin. ¿Lo creímos realmente?
El espejismo de esa tan aburrida idea de lo nuevo, por suerte, duró muy poco. Kurt Cobain vino a decirnos que hubiera adorado ser uno de los fans que ilustraban la cubierta del mejor live de Kiss, que Aerosmith era parte de su ADN tanto como Pixies. Con respecto a Kiss, Dino Bruzzone también exploró su memoria afectiva internándose en ese imaginario. Así como fue Peter Burke quien dijo: cada nueva generación de historiadores debe volver a reescribir la historia.

La infoxicación nunca fue un efecto de la disponibilidad desmesurada, de no saber qué elegir o como seleccionar, sino de los pormenores de la urgencia. De la digestión: ¿por qué necesitamos metabolizar todo tan rápido?
Los pasados llevan su tiempo. Ni que hablar los presentes.


Que maravillosa sensación saber que nada es para siempre, que lo universal es sólo una idea y que los rastros de toda esa provisoriedad pueden emocionarnos cuando deseamos.

Claro, ya no es aquel pasado. Es otra materia. Las coyunturas de entonces quedaron momificadas y el presente linkea las nuevas audiciones y visiones con experiencias y un estado del mundo que entonces ni prefigurábamos.
¿Qué sobre la recuperación del pasado reina un nuevo mercado? Claro. Un mercado de disponibilidad que usando –por ejemplo- Youtube sólo conoce el gasto de la conexión.
Hace muchos siglos que el pasado personal, restringido a la construcción más o menos voluntaria de una subjetividad se confronta al pasado-archivo, que en tanto ajenos son también pasados electivos como impuestos.

Quería llegar a este punto: el índice de caducidad, de clausura, es cada vez más personal. Los pasados-archivo (todos los pasados disponibles) progresivamente dependen más del control de la experiencia personal. Por lo cual el tiempo público (compartido) resulta cada día menos homogéneo y no deja de asemejar a un inmenso collage de elecciones individuales. A más disponibilidad de pasado-archivo, más fragmentario el collage. Más política del detalle.

Nada ya fue del todo.
Y sin embargo ya nada será como antes.
Ni siquiera el pasado.
Qué bendición.

miércoles, 16 de abril de 2008

Toda ideología es paisajística

Resulta absolutamente imposible que podamos escapar del paisaje porque cada uno de nosotros cumple varias funciones en más de un paisaje. Ya sabemos, todo paisaje es un empleo (y también un destino) del orden donde batallan la sorpresa y la novedad, inefable par que o bien lo pone en crisis o bien le subraya una visibilidad distinta.

Sorpresa cuando uno de esos elementos-factores que siempre relegamos pasa por fuerza propia a formar parte de nuestra antología perceptiva (la puerta de un edificio pintada de un color flúo, un nuevo tipo de ropa, una actitud diferente, genera otro sentido de orden perceptivo que nos toma desprevenidos). Éste video, de Tomi y Cherry (más Cambre for Nike), viene muy al caso. Los paisajes ordenan nuestra percepción, nuestras formas de dar orden (los ordenes con los cuales nos pensamos a nosotros mismos y a nuestro entorno), por lo cual intentan perpetuarse tanto como pueden.

La novedad, en cambio, se define en el cambio (giro) clave de uno de los elementos que siempre pertenece a nuestra antología de base. La realidad funciona porque volvemos cotidiana una función de percepción para de inmediato desentendernos de ella (nos sentamos en una silla, usamos una mesa, pero sólo pensamos en éstas cuando están imbricadas en una novedad).

Georges Perec dedicó una buena parte de su vida a indagar en nuestras enumeraciones de orden inmediato. Miremos un segundo a nuestro alrededor ¿a qué se debe que las cosas que vemos sean precisamente las que vemos, así como las vemos? Demos una vuelta en 360º. Descubramos un poco cómo nos comportamos en tanto paisajistas.

Claro, las ideologías y los dogmas (de tan diversos alcances) que rigen nuestras vidas no se sostienen en el éter o el vacío. No son sino diagramas de los órdenes (y negaciones de órdenes) en los cuales transcurren nuestras existencias (físicas y mentales).

Estamos rodeados de orden (voluntario y no tan voluntario). Una buena instalación no es mas que una pregunta (mejor o peor formulada) de cómo llegamos a ese orden. Y qué otros tipos de orden podrían contenernos o intimidarnos.

Dos semánticas del paisaje
Uno. Amo una obra -distribuida en varios libros- de la fotógrafa Jill Krementz, quien fuera la mujer de Kurt Vonnegut. Pienso en títulos como The Jewish Writer (una exquisita selección de fotos de grandes escritores judíos del siglo XX en sus estudios, en pleno trabajo (Saul Bellow, Hanah Arendt, David Mamet y Cynthia Ozick, entre otros) o The Writer’s Desk (esta vez con Amy Tan, Stephen King, Joyce Carol Oates y otros). Todos ellos –o casi todos- con sus máquinas de escribir. Nada más común al paisaje de una época (que abarca algo más que un extensísimo siglo).

Podríamos pensar que éstas máquinas de escribir son las verdaderas protagonistas de estas imágenes. Los paisajes estaban en orden. El mundo fue una sobreextendida superficie plagada de máquinas de escribir. Los escritores, sus guardianes. Nuestros descendientes verán con asombro nuestras fotografías donde aparecen televisores.

Las máquinas de escribir y los televisores tienen su dimensión sonora, su música. Se compusieron obras musicales con ellas. Nam Jun Paik mitologizó a los últimos así como Krementz taxonomizó (quizá sin proponérselo) a las primeras. Con esto quiero señalar que los paisajes son multidimensionales, cada sentido despliega el suyo.

Dos.
Xil Buffone me decía días atrás que mis profusos linkeados en cada posteo de este blog (que tantas veces se imputaron de excesivos) eran en realidad túneles conectivos, esas formas de cavar a las que refiero en Contagiosa paranoia. Claro, los paisajes no siempre están a la vista. Hace años que no pasa semana sin que recuerde que una ciudad como Buenos Aires es el techo de una multitud de túneles que existen desde tiempos coloniales. Túneles que están ahí, la mayoría de ellos inutilizados, como un enorme hormiguero humano tributado a una historia de invisibilidad que pocos creen importante de narrar.
Esos túneles también son un paisaje (como la red de internet obviamente lo es, aunque sea menos visible para muchos), con esto digo, una dimensión importante de el orden con que se pensó la ciudad. Un orden que hoy subsiste, más estático (al menos a lo que a humanos se refiere) pero sostiene el funcionamiento de nuestra paisajística histórica tanto como los preciosos jardines de Carlos Thays.

jueves, 10 de abril de 2008

Claro, el límite es lo mismo pero un poco más lejos

Pocas veces renegociamos tanto nuestros límites como en esta época. Ya hace mucho tiempo que McLuhan escribió en Comprender los medios de comunicación que la tecnología era una extensión del hombre, una ampliación de nuestra propia persona; pero no hace tanto que Mercedes Bunz señaló: “No estamos aquí frente a localizaciones fijas y permanentes, la frontera entre hombre y máquina no puede ser determinada de una vez y para siempre. (…) En esos cruces, que no en vano aparecen en el discurso una y otra vez –cuando se habla de sociónica, de robots, de agentes de software o de vida artificial-, la relación entre hombre y tecnología es constantemente renegociada.

En este sentido, un cyborg –ese concepto tan alien, creado por Clynes y Kline a principios de los sesentas para señalar a un ser humano “continuado”, término que no es sino una contracción de Cyber[netics] Organism, especie diseñada para interactuar con entornos extraterrestres- no es más que un espacio de negociación. Donna Haraway, autora del célebre manifiesto, lo tuvo siempre en claro: era tiempo de que el feminismo acondicionara otras embajadas, al repensar intenciones y funciones desde distintos decorados.

La ciencia ficción fue el imaginario más propicio para proyectar estos pactos: toda máquina corresponde a un tipo de hombre y al revés. Pero tanto hombre como máquina se ven por completo rebasados. Veamos.

Con la puesta en marcha de cada nuevo programa reorganizamos nuestros límites: no sólo la condición biológica se ve afectada, sino la subjetividad en su totalidad. Bunz lo dice así: “la concepción del hombre como extensión de la técnica une a la actividad de la tecnología con la constitución del hombre.” Y enseguida hace notar “[debemos] pensar la extensión [no como simple continuidad] sino como adición. (…) En este modelo la técnica puede ser caracterizada como una extensión del hombre que a la vez se diferencia de él. La adición como agregado es definida como algo externo, como espaciamiento del sujeto.” Concluye: “La tecnología más que una simple extensión del hombre es un suplemento irritante”.

Pero veamos esto: en el “subtítulo” de su blog Desovillando el lío, Sebastián De Toma se interroga “técnica + tecnología ¿no es lo mismo?”. Bunz utiliza indistintamente los términos técnica y tecnología. Por mi parte considero oportuno diferenciar ambos elementos, subrayar dos categorías. Tecnología refiere directamente a la estructura industrial, mientras por su parte la técnica se expande mucho más allá y mucho más acá. Diciéndolo con Dorfles “el elemento técnico entra a formar parte integrante de muchos sectores que nada tienen que ver con la tecnología como el lenguaje, la psicología, la biología y así se hablará propia y apropiadamente de técnicas lingüísticas, técnicas operativas, técnicas psicológicas, y también de técnicas iniciáticas, religiosas y finalmente artísticas, sin que deba entrar en lisa en todos estos casos el elemento tecnológico”.

Si la tecnología ya no es una simple extensión sino una adición, algo distinto que viene a sumarse al hombre, lo mismo sucede con la técnica. Por lo cual los territorios de negociación no se limitan a una redefinición mutua entre tecnología y hombre sino también entre técnica y hombre y entre técnica y tecnología. Como sabemos, los luditas, destructores de la tecnología de su época –principios del siglo XIX- que tomaron su denominación del nombre de su inspirador Ned Ludd, conocían perfectamente las técnicas para llevar a cabo su objetivo.

La multitud de mutaciones tiene, asimismo, otro origen: la transformación del concepto de producción. Cada nueva tecnología satisface viejas necesidades y proyecta e instaura nuevas a la vez que las renueva. Obedeciendo a este nuevo estado de cuestión se generan nuevas técnicas que articulan a unas y otras. Las vicisitudes de la producción se definen entre estas tensiones y (des)acomodamientos. En cada caso, la tecnología es una y las técnicas de uso múltiples.

Es claro: la técnica determina tecnologías y las tecnologías provocan técnicas. Dicho de otro modo, sístole pero diástole. Foucault consideraba que la episteme moderna estaba mediada por las tecnologías del Yo, que conformadas en un compuesto de enunciados, dispositivos, prácticas y saberes interconectados permiten detectar a un sujeto específico en un escenario de módulos de poder, mecanismos disciplinarios y pericias de control.

Entonces, el suplemento irritante al que refiere Bunz no es la adición en sí, agotada y constreñida en una interfaz humano-maquínica, sino disparado al sobreextendido universo de conexiones culturales, políticas y epistemológicas a las que nos arroja esta adición. Arqueologías del presente y del futuro que nos sitúan en un horizonte donde máquinas e imaginarios se intermodifican incesantemente.

Por esto, si lo que promulgamos es el hardware libre (esa tecnología de garaje que Craig Venter fustiga) lo que cuidamos (aunque sea de manera limitada y doméstica) es aquello que somos adición mediante. Me refiero a la ecología de nuestro entorno.

A Tim Berners-Lee (creador de la World Wide Web) cuando se pregunta: “Podés imaginar qué pasaría si antes de una elección un gran proveedor de internet decide favorecer a determinado grupo de noticias? La red se volvió nuestra ventana al mundo, al extremo que para tener una buena democracia y para permitir que la gente pueda educarse a sí misma necesitamos que sea un medio neutral”.

Pablo Mancini: “La revolución multimedia, tan anunciada y esperada, flota en el abismo que se abre entre el procesamiento de datos y su semantización. En un mundo donde las geofolksonomías son una de las herramientas más poderosas de producción de sentido, la articulación de los sistemas de posicionamiento global son los fragmentos del nuevo tejido de la red. La nueva sangre de la red es la mezcla de RSS y GPS. Y la política de la red ya no es sólo su arquitectura: también lo es la ingeniería que la devuelve al territorio, disolviendo para siempre la supuesta frontera entre realidad virtual y realidad física.”

domingo, 6 de abril de 2008

Siempre fuimos modernos, aunque no nos dimos del todo cuenta

Ser moderno o no serlo sólo es una cuestión de tiempo. Y es que nuestra modernidad es, más que nunca, retrospectiva. La noción de “lo moderno” en la que de diversos modos (indudablemente) participamos, irrumpió tan (semánticamente) desbordada, conectada, inflada, presupuesta, ficcionada, exaltada, disputada y repudiada (culturalmente) que algo de ella (invariablemente) nos utiliza en tiempo pretérito, cuando descubrimos que en algún momento utilizamos muchos de sus sobreextendidos pasados sin jamás evaluar esa participación.

Por cierto, (súbitamente) somos modernos retrospectivos, cuando muchos suponían que ya de ningún modo podríamos serlo. Ya sabemos, el pasado se modifica mucho más (y más rápido) que el presente (y que el futuro). Quizá (posiblemente) lo moderno tenga que ver con una epidemia de adverbios.

Una modernidad retrospectiva y también súbita. Pues la modernidad es, ni más ni menos, la participación en una política de información que articula nuestra inmediatez y que jamás podrá escapar de el poderoso virus de lo ficcional. ¿Política de quién? Pues más que nunca de un presente que debe ser modificado una y otra vez desde el pasado, desde las posiciones estratégicas de tantos usuarios que son los que la ponen en marcha, la modifican, retransmiten y modelan ininterrumpidamente. Sí, sí: la modernidad retrospectiva es un valor de uso de alta ficcionalidad (no existe información sin ficción). La ficción nunca fue lo contrario a lo real, sino su componente más potente.

Nuestros pasados crecen y se sobredimensionan mucho más rápido que nuestros presentes. La modernidad retrospectiva, claro, crece en volumen en progresiones gigantescas.

Todo uso que hagamos de ella produce efectos culturales, es cultural. Actualmente, la conectividad y disponibilidad es tan grande, tan desmesurada, que hace rato que en toda gran ciudad cualquier ciudadano, a un precio muy bajo puede armarse de una pequeña filmoteca (en formato DVD o VCD, en copias piratas) con sólo acercarse a un kiosco de revistas o un puesto callejero. O bien en pocos días, y de manera gratuita, disponer de una muy buena colección de música con sólo tener una PC estándar y una conexión de banda ancha. Por supuesto, que estas conductas sean despenalizadas será también cuestión de tiempo. Todo un inmenso pasado que sabíamos que existía (lo intuíamos) pero del que no disponíamos del todo.

Porque nuestros pasados son inmensos y retrospectivos archivos que también se nos presentan en forma de red. Nuestro pasado cada vez es menos histórico que antropológico.

Tal cual. La inmensa red ya no sólo es eléctrica, y por sobre todo provoca conexiones ininterrumpidas que asustan a muchos. Por ejemplo, en la nota de tapa de la revista Ñ de Clarín (Saberes que se han puesto de moda. Todo lo que debe saber un moderno) de Marcelo Pisarro escribe:

“(…) Esta idea de contemporaneidad tiene dos aspectos: uno, la profusión de información; el otro, que todo parece conectado. Antes de presionar el botón del aerosol que acaba de poner bajo su axila, uno tiene que tener en cuenta las diferencias entre desodorante y antitranspirante, el agujero de la capa de ozono, el efecto invernadero, el Protocolo de Montreal, las glándulas sudoríparas, la relación entre los sexos y más. Ponerse desodorante atañe a temas como la protección del medio ambiente, organizaciones no gubernamentales, industria cosmética, acuerdos internacionales, seducción, economías nacionales, marketing, libre mercado y así sucesivamente. (…) Recuerda al sociólogo Anthony Giddens cuando sostenía que mayor conocimiento conduce a mayor incertidumbre, que llega a la divergencia más que a la convergencia (…) Esta incertidumbre hace que cada vez resulte más difícil saber cómo comportarse”.

Bueno: a esto agregamos que esa proliferación alcanza también a nuestros pasados. Es que en el pasado, como venimos diciendo, también estábamos sobreinformados, pero en grupos mas restringidos.
Repito, otra vez: en la Edad Media las bibliotecas poseían volúmenes de información también desmesurados, pero la incertidumbre era la potestad de los muy pocos que tenían acceso a ella. ¿Quién regula las conexiones, bajo qué intereses?
Mientras que nuestra modernidad resulta retrospectiva, la contemporaneidad en que vivimos nació como una era de desplazamientos. Avanzamos a los saltos. ¿Mayor conectividad entre saberes que antes se tocaban cautelosamente? No sólo: a lo que asistimos es a una mayor velocidad de interrelación. Cada período histórico conoce el reinado de un modelo científico rector. Por ejemplo, en el siglo XVII fueron las matemáticas y las ciencia físicas; el siglo XVIII fue el momento de las ciencias naturales, así como la historia lo fue del siglo XIX y seguramente el freudismo, la física cuántica y el marxismo lo han sido de gran parte del siglo XX. En él comenzamos a familiarizarnos con los desplazamientos, las mudanzas de saberes, todo sucedió más rápido.
El ejemplo de Oscar Masotta es clave: de los enunciados de Merleau-Ponty y Sartre bajo el aura de Contorno a el estructuralismo, el arte entonces naciente arte contemporáneo y el Instituto Di Tella para recalar finalmente en el lacanismo.

Ya resulta clásica la apreciación de McLuhan: “si el medio es el mensaje, entonces el usuario es, en realidad, el contenido”.
Saltos en una misma ocupación. La semana pasada, estaba parado frente a un kiosco de revistas. A mi lado, una señora de edad no se decidía a comprar una revista de modas. Le pregunta al diariero “trae un dossier vintage ¿qué es eso?” y enseguida el diariero pasa a explicarle. La mujer se fue con su revista y el diariero me dijo “en los tiempos que corren, hay que estar informados sobre todo. Sino ¿cómo sobrevivimos?”.
Siempre vuelvo a uno de mis libros de cabecera, el insuperable Bouvard et Pécuchet. Sin dudas, modelos-arquetipos claves en mi niñez como el Profesor Tornasol, el maestro Joda y la figura sapiente de Borges (¿soy más bizarro y le agrego Calculín, de García-Ferré?) participan del mito de esta pareja de desaforados proto-nerds por tantos saberes. La escritura de esta novela maldita llevó a Flaubert a una temprana muerte, a los 59 años. Estaba tan fanatizado con la información que utilizaba este dúo trágico y cómico que simplemente se excedió. El libro, ya sabemos, es póstumo: se editó al año siguiente de su muerte.
Para los tres (Bouvard, Pécuchet y Flaubert) la información podía estar en cualquier parte. Esta es su diferencia radical con otro genio como Casiodoro (Magnus Aurelius Cassiodorus Senador, 485-580 d.C) ya que el signo de sus tiempos fue concentrar la información, preservarla, no su circulación intempestiva. En esto tanto se parece la aventura de Raymond Klibansky, quien preservó al archivo de Aby Warburg de la locura nazi.

Una vez más el problema no es la cantidad o la profusión de conexiones, sino la avidez y urgencia que también proliferan en pasados que crecen como zeppelins cada vez para más usuarios. Cuando la información es producto y no potlash, ésta se inviste con el registro del buen usuario amoldado a la imposición de plazos de caducidad. El mercado tecnológico conoce estos signos de memoria: no aprendimos a usar en toda su dimensión un software que ya se nos empuja al siguiente.

No siempre la calidad de la información es su novedad. Es más, muchas veces los mejores atajos surgen de la mala práctica, ya que el pasado del software también se mitologizará.
No me quejo. Al fin de cuentas, ese es el arte (y la literatura que más me interesa), en presente, pasado y futuro: la que avanza a cuenta de prácticas distorcionantes.

Por ejemplo, en su tan recomendable Ciencia Ficción, Utopía y Mercado, Pablo Capanna se queja de los malos usos que William Burroughs hizo de los imaginarios de la ciencia ficción. A la Trilogía Nova de los sesentas (su obsesión con la biología y la ciencia ficción) le siguió en los setentas y ochentas su Trilogía del espacio (Ciudades de la noche roja (1981), El lugar de los caminos muertos (1984) y Tierras de Occidente (1987), no es sino la construcción de pasados alterados que transmutan nuestros presentes.

Yo no sólo los festejo sino que también brindo por los otros malos usos a los que Gastón Pérsico llevó las prácticas de Burroughs (ya escribí sobre esto, así que no redundaré). Fuimos heavys mentales también retrospectivamente.

Y el futuro, bueno. El futuro no es más que otra mitología de información a malutilizar.

martes, 1 de abril de 2008

Estos son mis principios. Si a Usted no le gustan, tengo otros. Por ejemplo, la Infostranenie

El afiche callejero de la última campaña de Cartoon Networks (ver foto) sigue estando muy cerca de donde desayuné, hace unas pocas horas. No pude dejar de observarlo: ahí están, cruzados, dos universos, dos imaginarios ¿Star Wars invadiendo al Siglo XIX o al revés? Obviamente, el Siglo XIX (y otros) ya estaban dispersos en algunos detalles estéticos y narrativos de las películas de Lucas, aunque no al revés. Pero no interesa la (por demás clásica) herejía contra la imago histórica sino contrario sensu la referencia a la infinita disponibilidad que se enuncia: “Hacemos lo que queremos”.

Ya no tanto el remanente de Ubik (Philip K. Dick,1969), dado que no se trata exactamente de consignas-instructivos, sino que esta vez estamos más cerca de una invitación a intervenir en el código-fuente, en la información que define a la imagen (perdón ¿quién es el “nosotros” del slogan? ¿la gente de la empresa, los publicitarios, los cartoonists, también los espectadores?).
Esta distinción no es lo que importa, ya que todos (sí, todos) comenzamos a modificar el ADN de la imagen y todas sus connotaciones.

Este es el punto: no necesitamos descubrir un territorio, menos aún inventarlo, sino rediseñarlo por torciones inéditas (o mejor aún, por los efectos de éstas). Marco Polo no descubrió China ni Colón América. Con los años nos vamos volviendo más borgeanos (perversamente borgeanos): aprendemos a ensayar otras distribuciones.
Por supuesto, se trata no sólo de una estrategia de lectura, sino de una estética de acción.

Todavía en los setentas la adrenalina conducía su sueño: dinamitar la veracidad. Se trataba entonces de hurgar en sus grietas, sus fallas, y tratar de hundir en ellas la mayor carga de explosivos. Pocos entusiasmos mayores a ese desmantelamiento brutal e instantáneo del romántico final de Zabriskie Point de Antonioni / Pink Floyd, o los créditos alternativos (que recién descubrimos en su versión redux) de Apocalypse Now del ahora aporteñizado Coppola.

Estamos cada vez más lejos de aquella poética de la explosión. Nos fuimos civilizando (jamás adaptando). Aprendimos a mudar de sueños. Simplemente estamos aprendiendo a empujar la veracidad a territorios que hasta hace poco no eran suyos.


Fue William Burroughs (sin dudas el cientista político que abrió las compuertas de la contemporaneidad) quien dijo “Nada es verdad. Todo está permitido”.
Pero él también pertenecía a otra época: negaba la veracidad. Lo que experimentamos hoy marca su diferencia: no estamos contra lo verosímil ni mucho menos. Diversamente, percibimos la expansión de la veracidad a límites, paradójicamente, inverosímiles. Esta es la Poética Mayor de nuestra política.

La visión dialéctica se sostenía en la minuciosa creación de sus contrarios. Ya no se trata siquiera de una posibilidad de síntesis, sino de una progresiva afectación sin límites. Un ensanchamiento de términos.

Estamos redescubriendo otros recursos. Volvamos una vez más a Dorfles, quien oportuna y tempranamente llamó la atención sobre el regreso de una postergada noción del genial formalista Viktor Chklovski (o Shklovski, según las traducciones); me refiero al fenómeno de la ostranenie, que habitualmente se define como “la acentuación por parte de un escritor de un elemento cualquiera del texto de una obra de arte con el objeto de hacer que se lo perciba, no según las asociaciones habituales, sino como algo insólito pero ya encontrado antes”.

Chklovski:Si reflexionamos sobre las leyes generales de la percepción, vemos que al convertirse en habituales las acciones se vuelven mecánicas. (…) La finalidad del arte consiste en transformar la impresión del objeto como visión y no como reconocimiento de los objetos y el procedimiento de la forma oscura que incrementa la dificultad y la duración de la percepción”.


Dorfles: “Para sustraer estos fenómenos al automatismo de la percepción es necesario recurrir al procedimiento de la ostranenie, (…) capaz de devolver la intensidad, la originalidad, la posibilidad de transmitir información a un elemento que de otro modo quedaría automatizado, desprovisto de interés, mediante la utilización de un artificio que lo extrae, lo extraña, de su habitual contexto asociativo.”

Claro, reconocemos una buena banda de precursores. Enfrentados a un libro que nació anticuado e ineficaz como “Para leer al Pato Donald” (1972), de Dorfman y Mattelart, encontramos la utilización y puesta en escena del Pato Donald mutante de los Residents en Eskimo (donde el marinero ovíparo desarrolla tentáculos), así como la corrosiva irrupción de Howard The Duck de Steve Gerber (otra variación extrema), que en su impronta trash actúa de forma similar a las prácticas-Disney de Paul McCarthy: habitando el icono pop con modales exacerbados.
La diferencia es fundante: ya no Un yankee en la Corte del Rey Arturo (Mark Twain, 1889) o Robinson Crusoe en Marte (1964), dado que la extrañeza no la dicta el contexto sino que resulta constitutiva del arquetipo.

La distinción fue adelantada, como también señala Dorfles, por Jan Mukarovsky, uno de los fundadores del Círculo de Praga:


“(…) La ostranenie se verifica cada vez que determinado elemento semánticamente identificable es extraído de su contexto normal e insertado en otro contexto que le es extraño, o bien cada vez que determinada unidad morfosintáctica es utilizada de modo tal que pasa a desempeñar una función distinta de la originaria (tanto más si dicha función es insólita, sorprendente e inédita). Como es fácil de advertir esto se combina muy bien con otra gran “ley” estética: la que se refiere a la eficacia informativa (en el sentido de la Teoría de la Información), debida, como se sabe, al carácter nuevo e inesperado del mensaje. Por tanto, puede afirmarse que la utilización de un procedimiento de ostranenie apunta, en última instancia, a incrementar la capacidad de información (en este caso estética) del mensaje, resultado al que puede llegarse de muchísimas maneras diferentes, pero que mediante este “artificio” se obtiene en la mayoría de los casos, con el máximo de eficacia”.

Dado que vivimos en la Era de la Infoxicación (efecto que el exceso de información produce cuando no llegamos a digerir toda la data que nos atraviesa), como diría Tabarovsky “en tiempos de potlash de información” ¿cómo no considerar a la infostranenie como una de las bellas artes? Infoxicación que pronto será 3D.

Si entertainment no es más que otros de los nombres de la información, cada vez es mas claro que comienza a estar habitado de otras formas.

Nota bene: Como es notorio, el título de este posteo es una variación de una célebre sentencia de Groucho Marx.