domingo, 6 de abril de 2008

Siempre fuimos modernos, aunque no nos dimos del todo cuenta

Ser moderno o no serlo sólo es una cuestión de tiempo. Y es que nuestra modernidad es, más que nunca, retrospectiva. La noción de “lo moderno” en la que de diversos modos (indudablemente) participamos, irrumpió tan (semánticamente) desbordada, conectada, inflada, presupuesta, ficcionada, exaltada, disputada y repudiada (culturalmente) que algo de ella (invariablemente) nos utiliza en tiempo pretérito, cuando descubrimos que en algún momento utilizamos muchos de sus sobreextendidos pasados sin jamás evaluar esa participación.

Por cierto, (súbitamente) somos modernos retrospectivos, cuando muchos suponían que ya de ningún modo podríamos serlo. Ya sabemos, el pasado se modifica mucho más (y más rápido) que el presente (y que el futuro). Quizá (posiblemente) lo moderno tenga que ver con una epidemia de adverbios.

Una modernidad retrospectiva y también súbita. Pues la modernidad es, ni más ni menos, la participación en una política de información que articula nuestra inmediatez y que jamás podrá escapar de el poderoso virus de lo ficcional. ¿Política de quién? Pues más que nunca de un presente que debe ser modificado una y otra vez desde el pasado, desde las posiciones estratégicas de tantos usuarios que son los que la ponen en marcha, la modifican, retransmiten y modelan ininterrumpidamente. Sí, sí: la modernidad retrospectiva es un valor de uso de alta ficcionalidad (no existe información sin ficción). La ficción nunca fue lo contrario a lo real, sino su componente más potente.

Nuestros pasados crecen y se sobredimensionan mucho más rápido que nuestros presentes. La modernidad retrospectiva, claro, crece en volumen en progresiones gigantescas.

Todo uso que hagamos de ella produce efectos culturales, es cultural. Actualmente, la conectividad y disponibilidad es tan grande, tan desmesurada, que hace rato que en toda gran ciudad cualquier ciudadano, a un precio muy bajo puede armarse de una pequeña filmoteca (en formato DVD o VCD, en copias piratas) con sólo acercarse a un kiosco de revistas o un puesto callejero. O bien en pocos días, y de manera gratuita, disponer de una muy buena colección de música con sólo tener una PC estándar y una conexión de banda ancha. Por supuesto, que estas conductas sean despenalizadas será también cuestión de tiempo. Todo un inmenso pasado que sabíamos que existía (lo intuíamos) pero del que no disponíamos del todo.

Porque nuestros pasados son inmensos y retrospectivos archivos que también se nos presentan en forma de red. Nuestro pasado cada vez es menos histórico que antropológico.

Tal cual. La inmensa red ya no sólo es eléctrica, y por sobre todo provoca conexiones ininterrumpidas que asustan a muchos. Por ejemplo, en la nota de tapa de la revista Ñ de Clarín (Saberes que se han puesto de moda. Todo lo que debe saber un moderno) de Marcelo Pisarro escribe:

“(…) Esta idea de contemporaneidad tiene dos aspectos: uno, la profusión de información; el otro, que todo parece conectado. Antes de presionar el botón del aerosol que acaba de poner bajo su axila, uno tiene que tener en cuenta las diferencias entre desodorante y antitranspirante, el agujero de la capa de ozono, el efecto invernadero, el Protocolo de Montreal, las glándulas sudoríparas, la relación entre los sexos y más. Ponerse desodorante atañe a temas como la protección del medio ambiente, organizaciones no gubernamentales, industria cosmética, acuerdos internacionales, seducción, economías nacionales, marketing, libre mercado y así sucesivamente. (…) Recuerda al sociólogo Anthony Giddens cuando sostenía que mayor conocimiento conduce a mayor incertidumbre, que llega a la divergencia más que a la convergencia (…) Esta incertidumbre hace que cada vez resulte más difícil saber cómo comportarse”.

Bueno: a esto agregamos que esa proliferación alcanza también a nuestros pasados. Es que en el pasado, como venimos diciendo, también estábamos sobreinformados, pero en grupos mas restringidos.
Repito, otra vez: en la Edad Media las bibliotecas poseían volúmenes de información también desmesurados, pero la incertidumbre era la potestad de los muy pocos que tenían acceso a ella. ¿Quién regula las conexiones, bajo qué intereses?
Mientras que nuestra modernidad resulta retrospectiva, la contemporaneidad en que vivimos nació como una era de desplazamientos. Avanzamos a los saltos. ¿Mayor conectividad entre saberes que antes se tocaban cautelosamente? No sólo: a lo que asistimos es a una mayor velocidad de interrelación. Cada período histórico conoce el reinado de un modelo científico rector. Por ejemplo, en el siglo XVII fueron las matemáticas y las ciencia físicas; el siglo XVIII fue el momento de las ciencias naturales, así como la historia lo fue del siglo XIX y seguramente el freudismo, la física cuántica y el marxismo lo han sido de gran parte del siglo XX. En él comenzamos a familiarizarnos con los desplazamientos, las mudanzas de saberes, todo sucedió más rápido.
El ejemplo de Oscar Masotta es clave: de los enunciados de Merleau-Ponty y Sartre bajo el aura de Contorno a el estructuralismo, el arte entonces naciente arte contemporáneo y el Instituto Di Tella para recalar finalmente en el lacanismo.

Ya resulta clásica la apreciación de McLuhan: “si el medio es el mensaje, entonces el usuario es, en realidad, el contenido”.
Saltos en una misma ocupación. La semana pasada, estaba parado frente a un kiosco de revistas. A mi lado, una señora de edad no se decidía a comprar una revista de modas. Le pregunta al diariero “trae un dossier vintage ¿qué es eso?” y enseguida el diariero pasa a explicarle. La mujer se fue con su revista y el diariero me dijo “en los tiempos que corren, hay que estar informados sobre todo. Sino ¿cómo sobrevivimos?”.
Siempre vuelvo a uno de mis libros de cabecera, el insuperable Bouvard et Pécuchet. Sin dudas, modelos-arquetipos claves en mi niñez como el Profesor Tornasol, el maestro Joda y la figura sapiente de Borges (¿soy más bizarro y le agrego Calculín, de García-Ferré?) participan del mito de esta pareja de desaforados proto-nerds por tantos saberes. La escritura de esta novela maldita llevó a Flaubert a una temprana muerte, a los 59 años. Estaba tan fanatizado con la información que utilizaba este dúo trágico y cómico que simplemente se excedió. El libro, ya sabemos, es póstumo: se editó al año siguiente de su muerte.
Para los tres (Bouvard, Pécuchet y Flaubert) la información podía estar en cualquier parte. Esta es su diferencia radical con otro genio como Casiodoro (Magnus Aurelius Cassiodorus Senador, 485-580 d.C) ya que el signo de sus tiempos fue concentrar la información, preservarla, no su circulación intempestiva. En esto tanto se parece la aventura de Raymond Klibansky, quien preservó al archivo de Aby Warburg de la locura nazi.

Una vez más el problema no es la cantidad o la profusión de conexiones, sino la avidez y urgencia que también proliferan en pasados que crecen como zeppelins cada vez para más usuarios. Cuando la información es producto y no potlash, ésta se inviste con el registro del buen usuario amoldado a la imposición de plazos de caducidad. El mercado tecnológico conoce estos signos de memoria: no aprendimos a usar en toda su dimensión un software que ya se nos empuja al siguiente.

No siempre la calidad de la información es su novedad. Es más, muchas veces los mejores atajos surgen de la mala práctica, ya que el pasado del software también se mitologizará.
No me quejo. Al fin de cuentas, ese es el arte (y la literatura que más me interesa), en presente, pasado y futuro: la que avanza a cuenta de prácticas distorcionantes.

Por ejemplo, en su tan recomendable Ciencia Ficción, Utopía y Mercado, Pablo Capanna se queja de los malos usos que William Burroughs hizo de los imaginarios de la ciencia ficción. A la Trilogía Nova de los sesentas (su obsesión con la biología y la ciencia ficción) le siguió en los setentas y ochentas su Trilogía del espacio (Ciudades de la noche roja (1981), El lugar de los caminos muertos (1984) y Tierras de Occidente (1987), no es sino la construcción de pasados alterados que transmutan nuestros presentes.

Yo no sólo los festejo sino que también brindo por los otros malos usos a los que Gastón Pérsico llevó las prácticas de Burroughs (ya escribí sobre esto, así que no redundaré). Fuimos heavys mentales también retrospectivamente.

Y el futuro, bueno. El futuro no es más que otra mitología de información a malutilizar.