En tanto fetiche, la tecnología logra marcas de ranking cada vez más altas.
No tenemos más que monitorear la escritura geek: las posibilidades de cada nuevo software erotizan. Pero ¿De qué clase de placer se trata?
¿Cuál es el origen y la causa de esta imbatible pulsión que viene a transformarse en un punto nodal de la ergonomía?
Tal cual: esta disciplina, que hasta no hace mucho escudriñaba los zigzagueos entre tecnología y biología, hace tiempo que radiografía las consecuencias extremas de esta fetichización.
Miles y miles y miles de blogs entablan competencias más salvajes que las carreras de Meteoro por anunciar el último gadget, la versión más actualizada de cada programa que se lanza al mercado.
El mismo eros desenfrenado de los relatos de Ballard sobre la fascinación tecnológica: todavía no aprendimos a utilizar del todo un programa que ya descubrimos decenas de posteos anunciando enfáticamente las bondades de su reemplazante.
El mismo Jargon File, la Biblia Hacker, describe la neofilia del geek (su “atracción, excitación y complacencia”) como la creciente suplantación de la aceptación social por la destreza tecnológica.
Y es que, precisamente, el “hechizo” (etimológicamente el origen de la palabra fetiche) proviene de la guerra por esta substitución, por este reemplazo, que hasta no hace mucho se entendía como pura pérdida e incluso perversión.
Todos escuchamos infinitas veces, con respecto a los tamagotchis, la queja por la suplantación de una mascota biológica por otra virtual: “¿por qué no se compra un animal de verdad en una veterinaria?”. Muy pocos se preguntaron por la naturaleza de la ternura que es el combustible de la noción de mascota ¿por qué queremos a los animales? (como decía Cecilia Pavón ¿Existe el amor a los animales?) o mejor ¿por qué razón una mascota debe ser biológica y no tecnológica?
En los setentas y ochentas, las máquinas de ritmo o baterías electrónicas despertaron todo tipo de suspicacias y comentarios del tipo “preferimos la imperfección humana del swing a la marcialidad de esos sofisticados metrónomos”.
¿Y no fue ejemplar el enojo de Pappo con Dj Deró cuando éste dijo que “tocaba discos como si fueran un instrumento”? El Carpo no aceptaba, bajo ninguna condición, que un vinilo pudiera ser un instrumento.
Jack White, de los White Stripes, pontifica una y otra vez sobre la tecnología analógica, sobre los viejos amplificadores valvulares y sus innegables réditos estéticos.
Por cierto, la guerra de fetiches tecnológicos es la que define los arquetipos de tecnófobos y tecnófilos. Lo comenté en su momento: los tecnófobos no desestiman la tecnología; todo lo contrario: adoran a la tecnología de una época anterior.
Su negativo, el tecnófilo, prefiere y hasta venera el último modelo de una máquina ante todo porque está investido con la novedad.
Se trata, una vez más, de variables temporales: el fetiche de los primeros es una tecnología que trata de alcanzar el podio de lo clásico, mientras que el de los últimos es el botín de los que sueñan y se alimentan con las promesas de nuevas vanguardias.
Tanto unos como otros convierten la tecnología en un fin (y además insuplantable): si crecimos aprendiendo que el objeto de la tecnología era “construir objetos y máquinas para adaptar el medio y satisfacer nuestras necesidades”, más que nunca esas necesidades son… máquinas, viejas o nuevas.
¿No será acaso que lo que llamamos “tecnología” sigue absorbiendo en dosis gigantescas el espectáculo de la máquina? La máquina-fetiche en su desbordada condición estética.
Todo esto viene a cuenta del Steampunk: un género donde un pasado familiar pero que no es el nuestro posee una tecnología que no pertenece a ninguna época. Una tecnología imaginaria inspirada en otras tecnologías inexistentes y ficcionales (Jules Verne, H.G. Wells, básicamente, creadores insuperables como Pierre de Selènes, autor de Un mundo desconocido. Dos años en la luna, de 1896 y el mucho más tardío y genial Jim West), que últimamente prolifera en producciones como La Brújula Dorada (The Golden Compass), El Increíble Castillo Vagabundo (Howl's Moving Castle, de Hayao Miyazaki ) o La Prueba (The Prestige, de Christopher Nolan).
¿No se trata, al fin de cuentas, de un nuevo tipo de fetiche estético- tecnológico que deja fuera de combate por un tiempo las beligerantes categorías de tecnófobos y tecnófilos?
Wikipedia: "¿Qué pasaría si hubiéramos tomado un camino científico diferente al que ahora tenemos? ¿Qué pasaría si en vez de transistores, electrónica, y combustibles nucleares hubiéramos continuado el camino de la tecnología a vapor y el combustible de carbón? ¿Qué pasaría si hubiéramos avanzado a la actual era de la informática por la máquina sumadora de Charles Babbage con ruedas dentadas y tarjetas perforadas en vez de la válvula de vacío y posteriormente del transistor?"
jueves, 16 de octubre de 2008
Steampunk Media: la guerra de los fetiches
Publicado por rafael cippolini en 4:59:00 a. m.
Etiquetas: anfibiología, desarticulabilidad, Descontextos, históricas, Inactualizaciones, mitologías, polemicas, política de fines, redireccionamientos, tecnofobia(s)