viernes, 29 de agosto de 2008

Un Détournement de otro détournement

Ya sabemos: existe un pop alto y un pop bajo. Puede resultar curioso, pero la cultura pop suele replicar un modelo de lectura política que se impuso progresivamente durante casi un siglo: lo bajo en la cultura, al fin de cuentas, no es sino un invento de los inventores de lo alto. Una discriminación: “no sólo no consumimos esto, sino que lo consideramos nocivo”.

El pop, en cambio, actúa como un Pac-Man: usa y reproduce tanto lo alto como lo bajo y en cualquier orden. Si David Bowie en su álbum Hunky Dory (1971) invocaba a Andy Warhol, en Reality (2003), su último disco en estudio hasta la fecha, canta a Pablo Picasso.

El pop jamás eligió ocupar lo bajo, topología que por otra parte deberíamos definir mejor. Bajo también es sinónimo de peligroso, de tóxico.

Un détournement, repitámoslo, es un recurso, una estrategia. Literalmente un desvío semántico: un desfasaje entre la procedencia de una imagen y el texto que se le adjunta. Una distorsión crítica. Debord ideó este procedimiento hace más de medio siglo, exactamente en coincidencia a la primera gran difusión del concepto de “cultura pop”,

si tomamos como punto de partida las discusiones que Richard Hamilton, Eduardo Paolozzi, Lawrence Alloway y Reyner Banham mantuvieron en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres (ICA) a partir de 1952. La Internacional Situacionista, derivada de la Internacional Letrista, fue creada en 1957.

Una de las mayores materias de base de los détournement fueron, precisamente, las imágenes pop, cuya arqueología se remonta a muchas décadas antes.

Siguiendo otro esquema, más cercano al propuesto hace algunos años por Tabarovsky, me gustaría pensar en un pop de derecha y otro de izquierda que no daría sino cuenta –al igual que primer diagrama- de sistemas de comunicación bien diferenciales.

Debord veía al rock y a la cultura pop de la misma forma que los marxismos tradicionales: como mercancía capitalista.

La paranoia de los miembros de la Escuela de Frankfurt y de las neovanguardias de primera hora aseguraban que se trataba de una rebeldía programada. Una nueva tecnología de consumo.

Si pienso en álbumes como Artaud (1973), de Luis Alberto Spinetta, o Lorca (1970), de Tim Buckley ¿qué clase de apropiación realizan de los celebrísimos poetas? Por no referirme a los poemas musicalizados por la cada vez más mediática Carla Bruni en su último disco (podemos multiplicar los ejemplos en segundos). ¿Qué hubiera sido de Lou Reed sin Delmore Schwartz? A propósito ¿Stanley Kubrick fue un cineasta pop de qué clase?

A todo esto, la cultura pop y su epifenómeno, la cultura rock, no hicieron más que poner en órbita una mitología que se expandió en todas direcciones. Ya hace casi veinte años Pablo Schanton insistía en que la cultura rock es tan perversa como polimorfa: todo lo devora, todo lo recicla, todo lo reutiliza de las formas más extravagantes.

La cultura pop no fue nunca nada muy diferente que un ininterrumpido détournement y Malcom McLaren no hizo más que ponerlo en evidencia: el punk inglés, como ensayó extensamente Greil Marcus, tuvo sus raíces en el situacionismo y utilizó como arma aquello que Debord consideraba su enemigo.

Lo vimos en uno de los Anthology, los Beatles diseñaron algo muy parecido a un clip cuando decidieron ya no salir de gira, luego de 1966. Tenían muy en claro que su imagen debía seguir copando los televisores. No bastaba con la música en las radios. Sus ininterrumpidos cambios de look debían invadir las retinas de fans y no fans. McLaren lo entendió perfectamente: “La mayor influencia del punk no fue en el sonido sino en la idea visual de la música.
Eso es lo que las compañías grabadoras nunca entendieron. La idea visual de la música es tan importante como el sonido mismo. Recién ahora la gente puede mirar atrás y darse cuenta de lo importante que era que Elvis se tiñera el pelo de negro azabache.

El look de los Sex Pistols determinó el impacto del punk tanto como su sonido.” ¿Y Gorillaz?

Ahora bien, el hipermasivo copy-paste y la reutilización de las imágenes que millones de blogs realizan cada hora en cada posteo, ese “compartir información a partir del tuneo”, las multiplicaciones virales ¿no son prácticas tan hijas de las proliferaciones de la cultura pop como del détournement pervertido? Como decía Pola Oloixarac en este posteo, uno de los encantos del pop es que “cualquiera puede hacerlo”. Exactamente lo mismo que tantos le siguen reprochando a la blogósfera.

La web y sus imaginarios, en gran parte no sólo provienen de la cultura psicodélica, tal como lo señaló tantas veces Timothy Leary, sino que su “utopía de prueba”, sus estilos comunicacionales tienen muchísimos puntos de contacto con los intercambios y contagios de la cultura pop, tanto que muy a menudo resultan indiferenciados.

Por otra parte, como vengo señalando en muchos posteos, las producciones artísticas de los últimos treinta años tienen más en común y se nutren con más frecuencia y en mayor medida de estéticas del pop (insisto, no hay más que (h)ojear un ArtNow y detenerse en obras de Matthew Barney, Mariko Mori, Jeff Koons, Damien Hirsh o Paul McCarthy, sólo por referirme a unos pocos megastars.

Por último, no quiero concluir estas líneas sin mini-homenajear a tres artistas argentinos de los sesentas que entendieron el poliformismo del fenómeno rock desde sus orígenes: me refiero a Oscar Bony, David Lamelas y ese mutante impresionante que es Carlos Cutaia.