lunes, 14 de diciembre de 2009

Perversión avatar

El disco (quiero decir: el álbum o el single, que mutó de long-play de vinilo a cd y hace tiempo conocemos como archivo digital) ¿es hoy una intervención cultural significativa, en la era del MP3 y las descargas masivas?

¿Lo serán los formatos que popularizó el establecimiento definitivo del libro –novelas, ensayos, tratados, etcs- cuando los digital-books logren su irrefrenable popularidad?
Entendámonos: hablamos de información, sí, pero información sensible. La que pone en jaque nuestros modos de percibir, de entender y de relacionarnos. La que pone entre paréntesis nuestras certezas lógicas. Leí ayer por ahí: si la ciencia intenta aportar certezas, el arte salta sobre ellas, ni siquiera proponiéndose hacerlas zigzaguear.

Tecnología, ya sabemos, es ideología aplicada: si del universo digital hablamos, ningún software es neutro. El contexto (la web) es forma y la forma información aplicada. Intervenida por tradiciones de conocimiento, por metáforas de uso.

¿Cuál será entonces la intervención cultural más efectiva en tiempos de metaversos? Algunos de ustedes conocen mi primera aproximación a una respuesta: sigue siendo inútil (digamos mejor: estéril), a mediano y largo plazo, intentar traducir en todos sus detalles las acciones de nuestros entornos físicos a los cada vez más multiplicados y proliferantes contextos digitales.

En otros sitios conté (más de una vez) la escena que modificó mi estrategia de encarar una curaduría en un metaversos (en un mundo virtual). Invitado a realizar una curaduría en Second Life, progresiva y metódicamente fui aburriéndome de cada una de las alternativas de aquello que, hasta ese momento, se había presentado como práctica artística en Second Life. Incluso las experiencias de mis admirados 0100101110101101.ORG (Eva y Franco Mattes), siendo, de lejos, la oferta artística más interesante (hace dos o tres años atrás, Odyssey –una isla de instalaciones virtuales- un sitio de visita inevitable).

Todo cambió cuando en un sim de Rotterdam me topé con un minotauro (un avatar-minotauro) que me doblaba en altura. Conversando con él me enteré que, quien lo animaba desde el mundo físico era una escribana de Gijón a pronto de jubilarse, que por las noches, luego de concluir su jornada laboral, se transformaba en la mítica figura.
Mi interés se volvió más decisivo cuando me teletransportó a una isla (un portal, uno de esos sitios a los que no es posible acceder sin invitación) donde las orgías de minotauros eran prácticas habituales.

¿Este tipo de experiencias no resultan por demás mucho más intensas y significativas culturalmente –en tiempos de rearticulación anfibia- que cualquier intento de traducción? Ya lo vemos, el concepto cultural del software jamás podría reducirse a una tarea de programadores informáticos. Sin proponérselo, el grupo al que pertenecía esta notaria de Gijón llevaba la apuesta (de sociabilidad, de sensibilidad, incluso estética) mucho más lejos que cualquier otra intervención cultural de la que haya tenido noticia.

Otro tanto podría decir sobre la Orden Tiresías, sobre la que escribí ayer en el Cippodromon.

En esta predisposición (inclinación-limitación) del software (su morfología de uso) existe, ante todo, un elemento que me interesa subrayar, sobre el que necesito reflexionar. Y es el siguiente: nosotros no vemos (no observamos) desde los ojos (digitales) de un avatar (como sucede en los videojuegos de arcade, en esa tradición popularizada por un juego como Doom), sino que observamos a nuestro avatar de la misma forma que en algún momento nos desplazamos con Lara Croft en Tom Rider.

Los metaversos no imitan nuestra percepción (como si lo intenta la realidad virtual) sino que altera esa posibilidad de percepción.

¿No existe una perversión que estamos asumiendo no tan soslayadamente? Cito a Zizek:

“Hay algo extremadamente desagradable y obsceno en esta experiencia de sentir que nuestra mirada es ya la mirada de otro. ¿Por qué? La respuesta lacaniana es que, precisamente, esa coincidencia de las miradas define la posición del perverso. Allí reside, según Lacan, la diferencia entre la mística “femenina” y la “masculina”, entre (digamos) Santa Teresa y Jacob Boehme: la mística masculina consiste, precisamente, en esa superposición de las miradas en virtud de la cual el místico experimenta que su intuición de Dios es al mismo tiempo la visión por medio de la cual Dios se mira a Sí Mismo:

‘confundir este ojo contemplativo con el ojo con el que Dios se mira a sí mismo debe seguramente formar parte del goce perverso. (…) La posición del perverso está determinada, en el núcleo más íntimo, por esa instrumentalización radical de su propia actividad: él no realiza su actividad para su propio placer, sino para el goce del Otro”.

Y Lacan: ""la perversión es una experiencia que permite profundizar lo que puede llamarse en su sentido pleno la pasión humana, es decir eso por lo cual el hombre está abierto a esa división con sigo mismo que estructura lo imaginario, la relación especular.
La relación intersubjetiva que subyace al deseo perverso sólo se sostiene en el anonadamiento ya sea del deseo del otro, ya del sujeto. El otro sujeto se reduce a no ser más que instrumento del primero, que es el único que permanece sujeto como tal, pero reduciéndose él mismo a no ser sino un ídolo ofrecido al deseo del otro. El deseo perverso se apoya en el ideal de un objeto inanimado. Pero no se contenta con su realización pues si sucede en ese momento mismo pierde su objeto, cuando lo alcanza".

Un avatar somos nosotros, pero nos vemos como si estuviéramos por fuera, como si encarnáramos a nuestros propios espectadores.
Esta escisión es el principio de una experiencia que aún estamos comenzando a entender.