miércoles, 27 de mayo de 2009

Frankenstein era low tech

La idea de esta bitácora (este blog) nunca fue escribir sobre arte contemporáneo sino desde el arte contemporáneo.

Contemporáneo no sólo por tratarse de producción reciente, sino por asumir (de una manera crítica, explorativa) los tantos géneros, estéticas y contradicciones de las prácticas artísticas más actuales. Percepciones (hasta las más estáticas) en frenético movimiento.
Corrientes que jamás son recientes, sino parte de un efecto dominó de décadas, siglos.

Nunca consideré a la escritura por fuera de estos modos de hacer arte, como si se tratase de un espacio incontaminado, lateral, librado a sus propias reglas y temperaturas: un distante ángulo de visión.

Absolutamente por el contrario, la entiendo como una pieza más dentro de una inmensa máquina mutante, parte de sus mareas, de sus crecientes y maremotos.
Interactúa, modifica, se deja modificar, golpea, rueda.

Combustibles mutuos: los formatos (para llamarlos de algún modo: dibujos, videos, objetos, instalaciones, pinturas, performances, etc, etc) y las diferentes escrituras no son más que formas de hacer que se canibalizan unas a otras; la prácticas artísticas asumen, devoran y expulsan sin descanso todo tipo de textos. A su vez, estas escrituras metabolizan y fagocitan (en todo tipo de digestión) los desacomodamientos que estas prácticas ocasionan.

Con la tecnología sucede otro tanto. Por ejemplo, se escribe a partir del software, que resulta más un horizonte de sentido (de circulación, velocidad, interacción) que una mera herramienta. Aunque escribas en un cuaderno, no importa: el código fuente está presente en tu comportamiento unplugged.
Al fin de cuentas, somos el sueño de Warhol (actuamos como máquinas) pero también de Philip K. Dick (estamos programados –culturalmente- para no darnos cuenta).

Es un extensísimo proceso. De Mary Shelley (desechos de una tecnología: la mujer y el hombre del futuro como un reensamblado de piezas tecnológicas y culturales heterogéneas) pasando por el charme setentista de Steve Austin (construido en 1974 por nada menos que seis millones de dólares) al arte transgénico, donde un chip subcutáneo cumple funciones desconocidas.

Tantísimas personas en el planeta trabajan horas y horas con sus computadoras, con los sentidos absorbidos por el monitor. Cuando por fin abandonan sus tareas, buscan de inmediato la televisión para distraerse. Hasta su celular (o iPhone) es un pequeño monitor de interacción. Así la pantalla se invisibiliza, se transforma en material perceptual incorporado, pero por sobre todo en constante psíquica.

El código fuente está tan naturalizado en nosotros que ni lo advertimos. La tecnología (y me refiero sobre todo a las nuevas tecnologías digitales) es otro presupuesto cultural de nuestra biología.

¿Tecnopsicobiologías?

Hace un año, discutíamos si tenía algún sentido hablar de “autonomía del cyberespacio”, revisando una vez más las complejas y cambiantes relaciones de lo virtual y lo físico.

Ayer, en el marco de ArteBA 2009, más precisamente en la presentación de Técnica: video, sugestiva y muy recomendable edición de Ariadna González Naya, Tamara López Mato y Lucrecia Palacios Hidalgo, y frente a la cada vez más evidente declinación de la fascinación técnica (los antiguos presupuestos de la “buena factura” en beneficio de otras meticulosidades) volvimos sobre el tema de las políticas y posiciones frente a la post-autonomía artística.

Lejos me encuentro de muchos de los postulados de Thierry de Duve:

los programas de artista que más me atraen instalan su propia idea de técnica, se desplazan por imaginarios en los cuales el trash puede ser divino y la cita culta puro kitsch y la identidad artística una mitología de diseño.

Frente a estas dinámicas ¿a veces no tenemos la sensación de seguir padeciendo políticas muy atrasadas, terriblemente pesadas, en lo que hace a las concepciones de institucionalidad?
¿La crítica, la teoría y la historia del arte no poseen en gran medida y consecuentemente de los mismos síntomas?

Ayer o anteayer, en un mail dirigido a los miembros del Club Argentino de Kamishibai, Diego Posadas concluyó diciendo: “abajo las vanguardias, viva las pymes experimentales, estén o no de acuerdo”.

El cambio, ya sabemos, comienza cuando redirigimos la mirada.