sábado, 7 de febrero de 2009

Otro embarazo psicodélico

Si definimos la psicodelia como un estilo (incluso como un género), la encapsulamos definitivamente en el pasado. Nos convertimos en arqueólogos y visitantes de una visualidad y un estado percepción.
Ruinas humeantes, pero ruinas al fin.

Ahí está el museo, en todo su gran abanico: del gigantesco Victor Moscoso al psicovintage de Robbie, del pionero Wes Wilson a la cyberdelia nostálgica del Hotel Mars de Grateful Dead en Second Life, del minucioso Bob Schnepf al revisionismo fashion de The Psychedelic Shop, del siempre inspirado Jorge de la Vega al gang lisérgico El Tercer Hombre (luminoso antecedente de los Fraticórnicos), de los trips de Moebius a los titilantes The Dukes of Stratosphear, del efectivo arte de Hipgnosis hasta Austin Powers.

Da la impresión que el big bang no avanza, que gira una y otra vez sobre sí. Que como Alice Liddell atravesamos nuevamente el espejo, pero que una vez del otro lado nada cambia, todo permanece inmutable. Se desfragmenta en nuevos mix (psicodelia dark, digital, conceptual, geométrica, instalativa, folk, sectorizada, muralística, etc, etc, etc) pero en todos los casos permanece inalterable, devorando sus propios límites.

Singular destino para esa irrupción que se experimentó como el mayor redimensionamiento de la cultura rock de los sesentas. Y también de la contracultura: al fin el uso de alucinógenos se volvía pop, se convertía en moda, se diseminaba, se legalizaba culturalmente.

En el ensayo Rococodelia (última parte de Contagiosa paranoia) aposté por ampliar su tradición. ¿Por qué no husmear en los pliegues decimonónicos de los paraísos artificiales para, por efecto, poder dispararla mucho más allá de los autofágicos sesentas?
Pero el siglo XIX y el XX hasta los sesentas no son estrictamente psicodélicos.
La diferencia con los viajes químico-cerebrales del pasado es clave: se trata de una droga de laboratorio, como la Coca-Cola. Al igual que sucedió con ésta, sus efectos fueron disímiles, explotaron en una de sus aristas menos previstas. Hoffmann, creador del LSD, no imaginaba, ni mucho menos, esta alianza contracultural.

Al contrario que las drogas precedentes, el ácido lisérgico no posee una tradición ritual. O al menos es partícipe de un tipo de ritualidad mundana.

Insisto ¿por qué no concentrar el gesto en la experimentación lisérgica en todas sus posibilidades, más allá de un tuneo tan datado? Ya no un tipo particular de sonido o de visualidad (oscilar la frontera, como hacía Earl Reiback) sino todos sus nuevos efectos, vehiculizados en los soportes y tendencias más diversos?
Esta metástasis está en su génesis.
Muy pronto la psicodelia fue aliada del happening, se apoderó de las luces estroboscópicas, del sonido estéreo (y luego del cuadrafónico), como también incursionó en los environment como tecnología del ambiente.
¿El steampunk no tiene mucho de psicodelia oscura?
Cuando me refiero a extensiones actuales no tengo en mente sus links con las drogas de diseño de la Era Rave.

Rebobinemos nuevamente. La psicodelia más estricta nació como una tecnología química hippie, que se diseminó en un estado global contaminando zonas para nada contraculturales o pop. Pienso en los primeros Abuelos de la Nada psicodelizándo a Leopoldo Marechal, sin ir más lejos.
Ese es el verbo, psicodelizar.
Ahí donde las contraculturas se protegían en los códigos de su ghetto, la psicodelia logró expandir su contagio social.
La ingesta de drogas salía de su guarida marginal o secreta: atrás quedaban las memorias yonkis de Burroughs o las anécdotas sobre el exceso de cocaína de la era dorada del tango.
Timothy Leary se convertía en una celebridad.

Ahora bien ¿cómo psicodelizamos en épocas de I-Doser, de drogas limpias?
¿Qué sucede en tiempos de drogas programables?
¿Existirá algo así como una psicodelia anfibia?
Hace quince años, Simon Reynolds, investigando en ciertas síntesis en las estéticas musicales del momento, apostaba en la emergencia de un naciente Cyborg-rock, seguramente la primera definición de rock anfibio:

“Tal vez el área de desarrollo futuro verdaderamente provocativo no sea el “Caber Rock” sino el “Cyborg Rock”; no tanto la incorporación completa de la Metodología del Techno sino una especie de Interface entre la Ejecución en Tiempo Real y el uso de Procedimientos Digitales. Como señala Kevin Martín : “Incluso en la Era Digital, uno todavía tiene un cuerpo, que es la conexión entre Techno & el Animal, mezcla que resulta interesante.”

Lo cierto es que sigo escuchando a High Place. Quizá no es nuevo, pero sí refinado, oportuno.