martes, 29 de enero de 2008

Lo efímero existe para ser registrado, así como toda obra existe para ser reproducida técnicamente.

Por supuesto, ver una obra de arte reproducida en un libro no tiene ni punto de comparación con ver el original: por más cuidadosos que resulten los impresores o más precisos que sean los scanners, los colores nunca coinciden, los detalles jamás terminan de dar cuenta de la materialidad del objeto ni de lo que provisoriamente llamo su impacto espacial, su efecto perceptivo inmediato. Mucho menos aún una filmación llega a dar cuenta cabal de una efímera performance. Habitualmente escuchamos: tenemos que conformarnos con el registro. Y esto sin que jamás hayamos olvidado que el registro y la reproducción de las obras de arte ocupan un lugar central en el arte contemporáneo. Es más: casi nada en el arte ha crecido tanto en el último siglo y medio como la necesidad de registro.

Ahora bien ¿realmente se pierde el aura en la reproducción? ¿es cierto que el registro de una obra efímera es un simple consuelo? ¿Sigue tan en pie esta teoría? Pues bien, avancemos con la herejía (un mal comportamiento estético en el que no me siento nada solo): sigo descubriendo paulatinamente (y en porcentuales irrefrenablemente crecientes) que disfruto tantísimo más de muchísimas reproducciones y registros que de la tan clásica percepción in situ.

¿Es que realmente existe una mediación técnica que distorsiona de manera definitiva el valor directo de la percepción de una obra? En muchos casos, sin dudas es así. Sigo creyendo en el irresistible valor visual de una obra (pienso en todo lo que se pierde observado pinturas de Alfredo Prior, Marcelo Pombo o Max Gómez Canle en catálogos, libros o revistas).

Pero ya no puedo olvidar que existe una gran masa de información (no estrictamente crítica) que envuelve a las obras más interesantes (célebres o no) y multiplica severamente sus sentidos. Y esa expandida masa de información (que la reproducción estimula en grados superlativos) resulta parte inherente a la obra. Una obra también es toda la información que genera.

La cultura rock me enseñó algo que ya sabían muchos músicos de la alta música contemporánea: las composiciones o ejecuciones grabadas no son inferiores a la música en vivo. Una grabación puede ser infinitamente más interesante que una performance en vivo. Un estudio de grabación es un instrumento más. Existen hoy muchos coleccionistas de registros y nadie que no sea un remañido tradicionalista duda que su acerbo sea tan valioso como cualquier otro.

¿Confiamos menos en nuestra memoria? No es eso: por suerte desde hace un tiempo un boceto o una prueba pueden poseer un valor de mercado igual o mayor a una obra terminada. Todavía sigue siendo excepcional que una reproducción tenga más valor que un original, aunque esto quizá se revierta en muchos casos en un futuro no muy lejano.

En la última década vimos como muchos archivos (pura información organizada) comenzaron a cotizarse más que tantas obras. Es que nadie duda ya que un archivo pueda ser obra. Los medios digitales lo reproducen todo más rápido y almacenan cantidades de información que ayer nomás nos hubieran resultado increíbles. Nuestra memoria jamás será la misma. Nuestros archivos y relatos tampoco.

Ante esta perspectiva, sólo parecería haber dos caminos: la nostalgia y mitificación abusiva, que acelera pantagruélicamente los índices de fetichización, a la vez que fomenta una forma muy antigua de coleccionismo y preservación, o la aceptación y asimilación del desborde informacional, a la que adhiero desde una posición crítica.
Ya no se trata de festejar o defenestrar el implacable avance de los registros y las reproducciones ni del gigantesco universo de información que se abre con ellos, sino de saber cómo podemos beneficiarnos con sus presencias.