sábado, 7 de abril de 2007

Vinilos + Cassettes: arqueología de una educación estética

Durante mi infancia en los ’70 los términos electivos estaban por demás claros: o preferías tener vinilos o te inclinabas por los cassettes (el uso doméstico de los carretes de cinta pertenecía a otra generación u otro status y el magazine nos parecía una bizarría efímera y para nada apetecible). Por supuesto el cassette te daba un permiso de interacción, distinto, otra opción de manipulación: podías elegir los contenidos, ya que de un modo modesto te permitía distintos tipos de experimentación, y también era más fácil sentirlo una obra tuya por el simple hecho de que era más que apto para la costumización; te daba permiso para armar tu propio archivo de sonidos. El vinilo, sin embargo, tenía más fidelidad, mucho más charme, y como si fuera poco además te proveía de esas cubiertas y sobres internos que en los mejores casos te inducían a toda una educación estética. Si aún no tuvieron oportunidad de verla, alquilen ya High Fidelity de Stephen Frears. No puedo dejar de sentirla como una muy destilada antropología emocional. Y les aclaro que la nostalgia no es mi fuerte. En los ‘80 cassettes y vinilos continuaron indesplazables, pero vino a sumárseles un tercer elemento que son los cassettes de VHS. Aún, para bien y para mal, sin MTV podíamos grabar y ver aquellos videos que se multiplicaban por decenas a una velocidad asombrosa. El giro cerebral llegó para mí por otro lado: con un reportaje a Brian Eno donde afirmaba que tanto los cassettes como los vinilos como los VHS eran soportes de información y fuentes de estímulo. Instantáneamente logró ubicarme en otra frecuencia.
Los ‘90 y la informática perfeccionaron esta línea: el formato cd reemplaza en los usos masivos al vinilo, al cassette y al VHS precisamente porque es un elemento que almacena datos con una ductilidad asombrosa. Los analistas aseguran que su vida útil es notoriamente más acotada, pero no logran ponerse de acuerdo en la cifra. Además, ya hace años que la música nos llega más del ciberespacio que de las disquerías.
Hoy me desperté pensando en dos obras: el Winco Pollock de Marcelo Pombo (1986) y en el conjunto de obras en las que Mateo Amaral homenajea (aunque esta no sea la palabra adecuada) a los cassettes. Dos universos contenidos en soportes clásicos.
Es opinión habitual que una de las cualidades del artista sea la invención y/o el descubrimiento de nuevos puntos de vista, tanto en el sentido más literal y óptico (ya que nos invita a ver al mundo de otra forma, a descubrir en un casi imperceptible matiz un rasgo revelador) así como discursivo (provocar una lectura que desacomoda a los siempre revoloteantes e incisivos preconceptos). Por supuesto, la tarea jamás es sencilla porque las imágenes y objetos que pueblan nuestras existencias protegen, siempre con nuevas estrategias, sentidos que fueron acumulando a lo largo del tiempo. Tal cual: en todo objeto, por anodino que nos resulte, batallan por su dominio simbólico multitudes de linkeos analógicos.
Vinilos y cassettes hoy son rastros emocionales, casi piezas de nuestros museos domésticos y a la vez vertebran décadas de praxis desde obras como las Comunicaciones de Margarita Paksa en Experiencias 68 (con grabadores de cinta y arena) y aún antes el Jazzpium del grupo Opium en el Di Tella.

Coda: Días atrás charlábamos con Fernando García sobre nuestra preferencia retro y emotiva pero por sobre todo ¿ritual? de elegir siempre la cubierta original del álbum, y la conciencia de que con el mp3 y su sobreexpansión indiscriminada toda una cultura que tuvo su primer gran momento con la portada del Sgt. Pepper se pierde.
¿Melancolía? No es exactamente eso. Más bien la certeza anticipada de una vacante.