sábado, 31 de octubre de 2009

Trashópolis: Trash Capital

Ok: el trash es la más sobreextendida mutación del camp.
Una sensibilidad industrial. Incluso baja, demasiado baja. Pero ¿por qué no pensar esta sensibilidad como el arquetipo más acabado de la era web?

¿Por qué no aceptar definitivamente nuestra sensibilidad como un producto de consumo más, con sus ideologías y réditos?
Más que kitsch, obsesión infatigable sobre el valor, el trash es una quintaesencia (posiblemente LA quintaesencia) del abuso comunicativo del pop. Una vez más, experimentamos la gravitación del apotegma Burroughs:”Nada es verdad, todo está permitido”.

El 10 de noviembre inauguramos en el Fondo Nacional de las Artes (en Buenos Aires), Versiones de(L) Trash. Y será un tumulto de conexiones. ¿Experiencia trash? Ni más ni menos. Deberíamos decir: otra semántica.

Un camp tan deforme que parece arrojado desde otra galaxia.
Prontísimo, más precisiones.

El trash extiende su dominio en lo virtual porque la comunicación es viral. ¿Qué es una red sino un conjunto de repeticiones, de diferencias imperceptibles?
Cocción, temperatura. El símbolo del trash debería ser un horno de microondas usado.

Sensación trash. ¿Acaso en el arte contemporáneo las estéticas no se adhieren y contagian como spam? ¿Acaso los dominios culturales de nuestros intercambios digitales no acabaron con cualquier pretensión de alegoría?
En tiempos anfibios en los cuales redefinimos los flujos mutuos entre físico y virtual ¿dónde situar al afuera?
Detrás del trash, más trash.


Cultura alta o baja no son más que variables de tiempo: ya lo sabía Sun Tzu. Heterodoxia y ortodoxia no son más que un juego de máscaras que se intercambian vertiginosamente.
Releo “El procedimiento silencioso”, de Virilio. ¿No sigue exagerando con su “herencia del terror”? Como si la Historia del Arte fuera un museo de caricias.
Trash, insistamos, no es sinónimo de falta de sutileza.
No es ninguna novedad que el horror siempre nos preexiste.
El Siglo XX no es más que otro eslabón en una extensa cadena de montaje de sentidos.

El soporte habla siempre, dice. Pero en diálogo: dime con quién dialogas.
Si cada vez más las audiencias son el contenido y las multitudes un preciado talismán (y una gramática potencial) ¿por qué abdicar del trash?



¿Acaso el nuevo tribalismo auscultado por Maffesoli no es una dimensión trash? ¿Los romances Facebook no son, a su modo y como las amistades Facebook, romances trash?

Si, ya. En su primer borrador conceptual, el trash señalaba un soporte. Ya no: es, antes que nada, un modo de interconexión. ¿Acaso no es el orden perceptivo el que se adelanta en un giro inesperado, desordenando el orden de nuestras sensaciones?
El trash es tóxico y global. Tóxico porque enfatiza nuestro hardware. Global por ubicuidad: mirá a tu alrededor.
La economía más desarrollada: el tiempo es la mayor industria del trash.
El dominio absoluto de la mercancía.
Las tradiciones son trash ¿cómo entender sino a Midnight Soul Serenade?
La moda es trash: somos frankensteins de tela.
El diseño evoluciona tanto que nada resulta menos elaborado.

El trash es el único espejo que no miente”, escuché decir alguna vez. Ya no se trata de descontextualizar objetos, sino al revés: de descontextualizarnos nosotros.


¿Para qué sirven los espejos si no es para mirarnos?
Si el trash es una sensibilidad, entonces se instala como otro aprendizaje. Los clásicos paisajes de Ballard dejaron de resultar exóticos o interiores.
Ya son postales turísticas.
Ezra Pound hoy trabajaría con contingentes de extranjeros.

El trash, como la teoría, siempre es molesto: instaura (o quiere imponer) otra versión. Desacomodar un sentido. Es el instinto de excepcionabilidad que hace ya diez años intentaba acercarle Jordi Sierra en Mundo Bulldog: horrible, sí, pero con ese toque especial.
¿O qué es el coleccionismo sino consumo súper especializado?


¿No deberíamos de una vez, y a modo de ejercicio trash, reescribir el tan citado ensayo de Sontag y examinar las distancias de la caída?
Lamentablemente, ese texto no es más que una advertencia arqueologizada.

No es difícil asumirlo: todo error (hasta el más insoportable) tiene su encanto.