Cualquier cultura modela la percepción.
No sólo “cómo” ver, sino más precisamente “qué podemos ver”. Las culturas formatean nuestros sentidos, invisibilizando y enfatizando simultáneamente todo lo que compone el mundo.
(Siempre volvemos a la multitud de matices de blanco que esquimal atesora, pero pocas veces sobre el catálogo de imposibilidades culturales de su percepción).
Las guerras artísticas se libran, precisamente, en estas coordenadas: alterando el mapa que las políticas de cada cultura construyen para nuestros sentidos. Nos señalan aquello que no podemos ver, también distintas alternativas de acercamiento.
Guzmán Hennessey, investigador y especialista en aplicaciones de la teoría del caos, se refiere al tema en el siguiente párrafo: “Gustav Janouch le pregunta a Franz Kafka la razón de su conocida aversión por el cine, y Kafka le responde: a pesar de me considero un hombre profundamente observador, he llegado a la conclusión de que la propuesta técnica que propone el cine, perturba mi mirada.
Los movimientos son muy rápidos y el rápido cambio entre una imagen y otra nueva, compele al espectador a ir tras la nueva aparición dejando de lado detalles de la anterior que a pesar de que pudieran haberle parecido interesantes, ya no podrá mirar. En el cine no es la mirada la que toma posesión de las imágenes, sino lo contrario: es el cinematógrafo quien se apropia del ojo del espectador para obligarlo a ver lo que este quiere que vea.”
¿No experimentamos una modificación perceptiva en los loops minimal de Telépatas, de Esteban de Alzaa, de un frenetismo controlado que seguramente es el exacto reverso de la sensación que perturbaba a Kafka?
Es claro: cada jalón en la Historia del Arte (“construcciones de visión” como el neoclasicismo, el barroco, el manierismo, el rococó, y tantos etcéteras ) no es más que ideología de la visión: otros programas para ver.
Continuamente estamos programándonos para ver. Todo estilo o tendencia no es nada distinto a una construcción de poder: al imponerse niega o posterga la visión de otros elementos.
¿Acaso Vasarely no se reprogramó para observar a las cebras como una definitiva y acabada obra op?
La visión (los modos de ver: qué, cómo) delata cómo estamos programados. Lo escribí aquí (copio): “una obra (de arte) jamás tiene por qué darte nada. Ni siquiera nuevo. Menos aún transmite un mensaje que no conocías. Este suele ser el más sobreextendido error de concepto. Una obra es sólo un disparador que activa tu banco de referencias. Cuanto más dinámico sea éste, mejor será la obra. Invariablemente resulta más potente lo que tu percepción le inocula a la obra que lo que ésta debería darte”.
¿Qué nos dicen estos “fragmentos” de experiencia de Maxi Bellmann? Residuos visuales, pequeñas epifanías trash. ¿De qué forma conectan con el sentido de nuestras miradas?
Como leemos en Ciudad Tecnicolor: “Tratando directamente con el sistema cognitivo variamos nuestra visión de la realidad, y junto a ello la realidad misma.”
La crítica y la teoría, lo mismo que las instituciones, básicamente imponen un programa: el “dispositivo exhibición” no es otra cosa que ideología visual. (Insisto también con esto: todo montaje es ideología en acción). Ver es una parte esencial del vivir en cada cultura y cada operación artística se dirime en esta dimensión.
Pero lo cierto es que hoy cada una de nuestras visiones se encuentran mediadas por el software. Esta constatación se halla en el centro no sólo del arte contemporáneo sino de la cultura contemporánea, lo cual expande de sobremanera los territorios y dominios de las prácticas artísticas.
Por supuesto, esta afirmación incluye todas las alternativas unplugged: el software sigue funcionando incluso cuando estamos desenchufados. El software no es más que la producción cultural más efectiva en estos formateos. Lo cierto es que el software, efectivamente, tiende a invisibilizarse: deberíamos volver una vez más a Valerio Magrelli cuando nos recordaba que los anteojos redefinían ópticamente nuestra subjetividad: estereoópticos, poseemos dos visiones (con y sin lentes).
Me referí, hace tiempo, a artistas programadores y desprogramadores. Aquellos que avanzan enfatizando y multiplicando el programa dominante o contra él. Volveré sobre estas ideas en próximos posteos.
Soy de los que creen que las neovanguardias (sobre todo en los años sesenta) y la teoría crítica de inspiración adorniana posterior a su póstuma Teoría Estética (incluso en tiempos de su escritura) no hicieron más que entorpecer, generar ruido y limitar el potencial perceptivo de las prácticas artísticas durante décadas.
Es tristemente gracioso, pero aún existen demasiados teóricos, artistas y público que cree que en los restos de la “alta cultura” (denominación más que arcaica) existe menos basura, negocio y banalidad que en aquellos materiales que la haraganería crítica sigue (mal)denominando “cultura de masas”. Pocos elementos menos kitsch que los agrupados como “tardomodernos” (hasta el nombre es desagradable).
Una de las operaciones críticas más necesarias en las prácticas artísticas contemporáneas es la que refiere a la revisualización de los programas (el software y sus efectos): no aquellas que señalan la mediación tecnológica como una panacea o una condena, sino las que nos incitan a seguir tomando conciencia de nuestros límites. La gran mayoría de los videos que seleccioné para la muestra de Convi en el invierno (austral) pasado iban en esta dirección.
Hoy más que nunca, ver implica cuestionar un programa.
lunes, 26 de enero de 2009
Estoy (re)programado luego existo
Publicado por rafael cippolini en 10:12:00 a. m.
Etiquetas: alto y bajo, anfibiología, cybergéneros, inconsciente informático, miradas, redireccionamientos