miércoles, 13 de agosto de 2008

Chelsea Machine

Someros apuntes sobre cómo se posestructuralizó el pop, se intervinieron las prácticas artísticas e inventaron las tecnoculturas (remixando a F. Cusset)

La escena hipnotiza: Deleuze, Guattari, Foucault y Lyotard refugiados en el Chelsea Hotel de Nueva York, mientras no tan lejos de allí, en el CBGB, explota el punk. Noviembre de 1975. Sigo insistiendo: muchos de los cruces más intensos que hoy formatean nuestros usos culturales no tienen sus primeras escenas en los sesentas, sino en la complejísima y aún bastante más difícil de digerir década posterior.

Quien los aloja en esas celebrísimas habitaciones, vecinas a aquella en la que poco después Syd Vicious asesinó a Nancy Spungen, es nada menos que Sylvére Lotringer, editor de la tan glosada revista Semiotext(e) -a quien me referí en un posteo anterior-, luego de un combativo encuentro de los teóricos galos con militantes feministas y sindicalistas en el anfiteatro del Teacher’s College. Vecinas también al cuarto en el cual Arthur Clarke había escrito 2001, la odisea del espacio. Todavía habría que esperar algunos años para que Camille Paglia opusiera enérgicamente las políticas de la cultura rock al corpus estructuralista (“no los necesitábamos, ya teníamos a Jimi Hendrix”),

pero fue exactamente en la fecha citada cuando Jean-Jacques Lebel les presenta a Allen Ginsberg y Bob Dylan y Deleuze y Guattari viajan a San Francisco a encontrarse con Lawrence Ferlinghetti y ver a Patti Smith.

Las líneas se cruzan, enroscan, retroceden: por esos mismos días, Stephen Wozniak (conocido como Woz, entonces con 25 años), ensamblaba junto a su compinche Steve Jobs (cinco años menor) el primer prototipo de una computadora personal, la Apple I, en la habitación de éste último, aunque pronto se mudarían, por falta de espacio, a su garaje. Habían invertido 1300 dólares, para lo cual Woz vendió su calculadora científica HP y Jobs su furgoneta Volkswagen. Poco más de un año y medio antes, Philip K. Dick había experimentado su primer contacto con el Valis; sin embargo, estos imaginarios que no mucho después formarían parte de un mismo paradigma, aún permanecían divorciados.

Como certeramente señala Françoise Cusset en French Theory, libro que me sirve de base y glosa para estos apuntes, si bien la amistad de Michel Foucault y William Burroughs fue intensa (el francés homenajeó al autor de Junkie en la última fiesta que celebró antes de morir), cuando Lotringer invita a los cuatro filósofos del Chelsea a la Nova Convention, evento que organiza y en el que confronta la teoría francesa con la obra de Burroughs, estos dimiten.

De momento el encuentro naufraga, pero la visión de Lotringer de mixturar posestructuralismo y contracultura se afianzaría en los años posteriores. A la citada convención acuden John Giorno, Patti Smith, Frank Zappa y B-52’s, entre otros.

Por ese entonces, el eje “Duchamp-Cage-Warhol”, preanunciado en los sesentas, se impone como nuevo canon. En el segundo lustro de los setentas, el sistema-Warhol ya es un clásico mainstream. Las prácticas artísticas habían oficializado el giro. Al artista modelo del modernismo, “solitario, autónomo, trágico, fuera del mundo o contra el mundo”, Warhol opuso un modelo colectivo, la Factory, que como ya recontrasabemos, fue la plataforma de despegue de Velvet Undergound, experiencia-rock influyente si las hay.

Baudrillard sobre Warhol: “El arte no debe buscar su salvación en una negación crítica, sino aumentando la apuesta de la abstracción formal y fetichizada de la mercancía, volviéndose más mercancía que la propia mercancía”. 1975 es el año en que Warhol convierte en obra de arte la imagen de Mick Jagger.

Pero también es el momento en que los textos posestructuralistas comienzan a ser selectivamente digeridos por toda una generación. Kathy Acker:
“(…) verbalizar lo que yo practicaba, …de pronto, cuando leí el Anti-Edipo y posteriormente a Foucault, es todo un lenguaje lo que se volvió disponible”.

Volvamos a Woz y Jobs y su prototipo Apple. Si bien ellos crearon la computadora personal que sería un nodo clave en el desarrollo de las redes electrónicas, lo cierto es que los imaginarios de las cyberculturas, en sus aspectos más revulsivos, provienen de los cruces que vengo apuntando.

Cusset: “¿Y si el Hombre fuera tan sólo una de las figuras de la técnica? Esta pregunta, que parece más propia de la ciencia ficción, no produce tantos ensayos universitarios o corrientes teóricas como la cuestión del texto o de la minoría, porque rara vez los pensadores de la técnica en los Estados Unidos sitúan sus fuentes en el campo literario.

Pero en cambio, anima las prácticas experimentales de los pioneros de la revolución tecnológica de las dos últimas décadas del Siglo XXI. Entre ellos, universitarios marginales o técnicos autodidactas, fueron muchos los que leyeron a Deleuze y Guattari, por su lógica de los flujos y su redefinición ampliada de la “máquina”, a Paul Virilio, por su teoría de la velocidad y sus ensayos sobre la autodestrucción de la sociedad técnica, e incluso a Baudrillard, a pesar de su legendaria incompetencia tecnológica.

(…) Sin haber sido examinadas por los usuarios habituales de la teoría francesa, críticos literarios y militantes comunitaristas, esta hipótesis de un sustrato técnico primero del ser, de una red maquínica que forja tanto lo “humano” como lo “social”, dio lugar no obstante en otros lados, en los márgenes de la universidad o del boom tecnológico, a usos inéditos del texto francés, a verdaderas maquinaciones teóricas”.

Como bien señala este autor ¿hubiera existido Matrix, eXistenZ de Cronenberg o Second Life (reformulación de las coordenadas de Snow Crash, de Stephenson) sin este tráfico de influencias?

Si hace más de veinte años, con la edición de Téster de Violencia de L. A. Spinetta, varias voces anunciaron “el postestructuralismo desembarcó en la cultura pop argentina”, ahora podemos decir: en 1975, el más intenso caldo de cultivo de las tecnoculturas se ponía en movimiento.

Este posteo está dedicado a mis queridos Opio y Eduardo Rey.