jueves, 6 de septiembre de 2007

Addenda: otra educación sentimental

Sobre todo a más de treinta años de su momento más alto ¿hacemos bien en señalar al punk por fuera de la historia del rock? Es una pregunta tramposa. La cultura rock siempre fue antropofágica: determinaba una zona y la alimentaba de todo tipo de estímulos artísticos y extramusicales: Dylan sampleándose en Dylan Thomas, Lou Reed en Delmore Schwartz y malutilizando a Warhol, Frank Zappa abusando de Edgar Varèse, Lennon reensamblando a Lewis Carroll, Spinetta reformateando a Artaud, los Rolling Stones reconfigurándose en Godard (y Mick Jagger en Borges), Bowie en Lindsay Kemp, Led Zeppelin en Aleister Crowley y la lista podría seguir ad infinitum (sólo cito lo primero que me viene a la cabeza, en ejemplos bien clásicos). Toda esta información, estas experiencias de la sobreextendida cultura del Siglo XX se metabolizaban enseguida en ADN-rock. Ya lo sabemos: cadenas de consumo al estilo de Allen Ginsberg fan de William Blake –algunos dicen que vía Huxley, idea que no comparto- quien le transmite su entusiasmo a Bob Dylan, de quien lo toman los Beatles, de quienes lo absorbe Nick Drake. Siempre a partir de canciones, gestos, citas, paráfrasis, actitudes. Es un Blake diferente al de las glosas de los círculos literarios; es más, ni se toca o apenas lo hace. Navega en otras aguas. A tal punto el rock fue una máquina de transfigurar, una centrifugadora del lenguajes, que no resultaba nada sorprendente la curiosidad y el rechazo de ese tan mentado altomodernismo (qué categoría más inútil ¡liberemos a los altomodernistas del altomodernismo!) que se ensimismaba en su ultraespecificidad (un lenguaje como crítica de si mismo, Clement Greenberg fagocitando a Pollock). En los sesentas casi no se hablaba de cultura rock, pero sí de cultura pop y lo cierto es que ni una ni otra subsisten ya. Al menos no del mismo modo. No voy a hablar de fracasos y menos de muertes (con resonancias claramente hegelianas, fueron los situacionistas los que comenzaron con eso de “el cine murió” y desataron una epidemia de muertes, simétrica a la proliferación de historias de la experiencia específica; alguien decía “el cine de género murió”, para que de inmediato alguien se encargara de publicar una “Historia cultural del cine de género”). El paso siguiente de autotransgresión de la cultura rock era saltar fuera de sí misma, abandonar la antropofagia, es decir, su propio ADN-rock para diseminarse como un virus. El terreno estaba abonadísimo: la generación que creció escuchando a los Beatles, a Pink Floyd (en nuestro país a Manal, Pescado Rabioso, la Máquina de hacer Pájaros) llegó al poder hace tiempo (funcionarios con walkman.) ¿Y? Lo cierto es que hay muy pero muy poco ADN-rock fuera del rock. El proceso de la cultura rock termina sobreimprimiéndose al del altomodernismo (malentendido como género): cada vez más se reafirma en todos los síntomas de una industria revisionista, nostálgica. No hablo, por supuesto, solo de la industria discográfica. Todo lo contrario: más bien me gustaría señalar esa industria de “la construcción de uno mismo” (Onfray), de cómo nos esculpimos culturalmente en una política de las formas.
La cultura rock está muerta (odio decirlo) y navegamos entre sus restos de la misma manera en que Theodor Adorno advertía en su póstuma Teoría Estética que “el arte es para sí y no lo es, pierde su autonomía si pierde lo que le es heterogéneo”. Adorno no sólo no llegó al rock: ni siquiera llegó al jazz. Me acuerdo de una revista de hace un cuarto de siglo, “Bananas” (¿o era en singular, “Banana"? ¡tengo que ordenar mi hemeroteca!). Comenzaba con un diálogo:

Niño: “Mamá, quiero ser mago.”
Madre: “¿Para sacar conejos de la galera”.
Niño: “No. Para resucitar a los muertos”.

Adoro a ese niño.
Y más aún su falta de nostalgia.
Ojalá podamos encontrar cada vez más y más rock por fuera del rock.