sábado, 20 de junio de 2009

De mitologías, conspiradores y fans

La diversificación resulta absolutamente total, cualquier cosa puede ser arte. Pero atención: siempre que cumpla ciertos requisitos. El más importante requisito es su autonomía, garante de su protocolo.

¿Garantes quienes? Las instituciones, claro, que tautológicamente garantizan al artista que a su vez valida sus obras (ciertas prácticas artísticas) y también, en vertiginoso círculo autofágico, a las instituciones.
Todos los ataques que se realizan al arte contemporáneo provienen del mismo prejuicio: espectadores que necesitan (otras) garantías.

“¿Quién me garantiza a mí que esta cosa es arte?” me preguntaban, para nada calmas aunque risueñas, unas señoras frente a una instalación de Octavio Garabello Borús en una edición pasada de ArteBA en la que actué como jurado.

La escena se repitió después (casi idéntica) frente a otra instalación, esta vez de Valeria Maculán. Pero ya no se trataba de señoras, sino estudiantes de arte –así se presentaron- que no llegaban a los treinta años. “El arte hoy es una farsa que inventan los críticos y sus cómplices” me afirmaban. “Esto dicen entenderlo muy pocas personas en una suerte de conspiración”.
No debería sorprendernos que alguien como Baudrillard haya manifestado lo mismo en más de una ocasión. Ya escribí sobre esto, pueden consultarlo acá.

Sigo pensando como entonces, que si la paranoia (que como dice un amigo suele ser sabia) advierte una conspiración ahí donde nos cuesta aceptarla, lo mejor siempre es hacerse cargo y aprovechar el síntoma en propio provecho.Sí, conspiramos ¿y qué?”. Ahora como en ese momento, me parece bueno recordar que conspirar significa, etimológicamente, respirar juntos.
Hay pocas experiencias más gratificantes que reconocer esa sintonía de vida.

La autonomía redunda en especialización y cuando la especialización se alambica –cuando crea sus propios códigos, y más en una materia como es el arte- se vuelve inmediatamente sospechosa. ¡Pues bien, seamos sospechosos!
En lo personal, que mi actividad sea tildada así es básicamente un potente incentivo.

Hace un tiempo, con un criterio realmente idiota, las autoridades de un popular centro cultural de Buenos Aires propusieron una exhibición en la que cualquiera, con sólo presentarse, pudiera exponer su producción. Esto hubiera sido interesante y valiente hace más de cuarenta años atrás, pero ¿en tiempos de web?. Más aún: soy de los que insisten en recomendar efusivamente la lectura de los libros teóricos de Jean Dubuffet, tales como La cultura asfixiante (en una muy querible edición de De la Flor), o El hombre de la calle ante la obra de arte.

Recién decía que el último garante (y más potente) de la institución arte no es más que el artista, que aún goza de su aura.

Quienes teorizamos y ensayamos sobre arte –ni que hablar los que practicamos la curaduría- siempre somos (con salvedad de los historiadores de arte, garantes por antonomasia de la autonomía) los más sospechosos y cuestionados. Íntimamente creo que es una de las intensas razones por la cual me dedico a lo que me dedico. Hace rato que pienso que realizar curadurías –al menos del modo en que quiero realizarlas, posiblemente muy diverso a la de la muchos de mis colegas- y entrometerme en los modos de hacer arte desde la escritura suele ser infinitamente menos cómodo que autodefinirse y ser reconocido como artista. Busco esa posición, la disfruto mucho aunque a veces también la padezco.

Los curadores que me interesan son generadores de contexto, y jamás intermediarios de nada.

Por ninguna otra razón reniego categóricamente del mote “crítico de arte”. Soy simplemente un ensayista interesado en temas culturales y estéticos que se entromete con el arte de las últimas décadas porque admira cierta sensibilidad y sagacidad en las que éste puede manifestarse. Y en tanto tal, soy de los que proponen revisar y hasta fatigar la supuesta autonomía como un bien.

Wu Ming lo señala con contundente claridad en éste texto.

“Si queremos producir una cultura viva tenemos que comprender esta sensibilidad e incentivar intercambios e interacciones. ¿Qué hacer?
Acabamos de ver la primera indicación: cambiar los contextos. Sacar las historias de los libros, transformarlas en cómics, cortometrajes, páginas web, lecturas, conciertos de rock, videojuegos. La paleta del narrador de historias nunca ha tenido tantos colores, ¿por qué tenemos que seguir usando sólo uno?
La segunda indicación no puede ser otra que: crear mundos, como decíamos en el segundo artículo de esta serie.

Henry Jenkins, profesor del MIT y autor de Convergence Culture, sostiene que el comportamiento de un fan es una extraña alquimia entre fascinación y frustración. La mitología griega es tan compleja porque al encanto de las historias principales se unía la frustración por detalles no aclarados, personajes secundarios demasiado sacrificados, ramificaciones posibles pero apenas esbozadas. Pues bien, un mundo nuevo te fascina pero siempre es imperfecto e incompleto, y por tanto genera la sana frustración que empuja a completarlo y a menudo a mejorarlo.

Pongamos por un momento entre paréntesis lo de “narrar historias”.
En todas las prácticas admiro esa posibilidad del “por fuera” y del fan.
Simplemente entender que si el arte sólo se sostiene en bienales, ferias, museos, becas, residencias, activismo político y galerías aburre.
Y que al mismo tiempo y en estos términos, ser imputando de conspirador tiene su gracia.