viernes, 15 de junio de 2007

Hábito-Hábitat: un absorbente par

La procedencia lingüística es la misma, habere, sucesión de letras que funciona como un cruce de caminos semánticos, ya que de esta cuna-en-tránsito proceden otras palabras, todas cercanas en su origen, como habilidad, habitar-deshabitar, rehabilitar, cohibir, deber y hábito. Comenzamos en el posteo anterior por la deshabitación y enseguida su familia se hace presente. Sigamos con esto: habitar significa habituarnos a un lugar, generar o construir un hábito, y hábito es a su vez un enlace, un link, una remisión. El hábito actualiza la pertenencia a un espacio y viceversa. A su vez, el espacio nos inocula determinados hábitos. María Moliner complejiza más la situación: sugiere que la habitación (el hábitat) está ligada al sueño, al lugar en donde se duerme. Oswaldo Trejo solía decir: “me quedo dormido mientras estoy escribiendo y cuando me despierto el manuscrito creció unas cuantas páginas”. Habitamos donde dormimos: esa es nuestra habitación, nuestro refugio de niños, nuestra pieza adolescente. Nuestro hábitat, de donde surgen nuestros hábitos.
Un hábitat y un hábito implican un orden propio, una secuencia, una disposición. Vuelvo a pensar las instalaciones como una programática alteración del orden de ese habitar-hábito. Una instalación también es un montaje, una puesta en escena, una escena que fija un instante temporal. El espacio siempre es ideología de artista, su proyección. Lo repetí muchas veces: William Burroughs afirmaba que uno se transforma en nativo de un lugar cuando ese lugar ya no puede existir sin uno. Una instalación y también una curaduría –más allá de los orígenes diversos que puedan inventárseles, ya que sigue pareciéndome muy útil pensarlas como diferentes caras de un mismo modus operandi- implican otro estado ideológico del espacio.
También voy a repetir escenas cercanas, en lo temporal y afectivo: el extrañamiento cotidiano en los videos de Mónica Heller (Monic), las habitaciones intervenidas por las mitologías emocionales de Adrián Villar Rojas, las máquinas post-geométricas de Emiliano López, los espacios vacíos de Sebastián Gordín, las proyecciones chamánicas de Mateo Amaral, los espacios oscuros y desbordados de Provisorio-Permanente, los hábitats hidroespaciales de Kosice, la imaginería lumínica de Mariko Mori, incluso las sagas interminables de megaestrellas como Mathew Barney. Hay instalaciones que advertimos en su desacomodamiento, el orden se percibe desacomodado, molestado, violentado. Ese orden afectado nos da las pistas para sospechar cómo podía ser ese espacio antes de que ciertos hechos lo sacudieran (la instalación de Nicolás Mastracchio en Appetite funcionaba en ese sentido). Pero hay otras, que son a las que intento acercarme en este mínimo texto, en las que percibimos otro orden, quizá no tan distinto al nuestro, pero distinto al fin.
Nada parece desacomodado, fuera de lugar, pero sí obedeciendo a un hábito-hábitat que sentimos cercano y a la vez misterioso, un orden de las cosas y los acontecimientos que se nos escapa en alguno de sus vértices.
Precisamente en esos vértices donde nuestra ideología comienza a volverse primorosamente sugestiva.